COREATOWN
La juventud. A veces, una sale de copas con la juventud. Y a una le gusta; una va, como una abeja, chupando el néctar de cada edad. Una no le hace ascos a nada, ni a viejos ni a niños; tampoco a la juventud. Esta juventud con la que salgo me dice: "¡Qué bien que salgas con nosotros, porque eso te da vidilla!". La juventud piensa que la "vidilla" es una hormona que deja de segregarse a partir de los treinta y cinco. La juventud tarda años en descubrir que hay viejos con mucha más vidilla que ellos. Pero parte del encanto de la juventud está en esa ignorancia.
Lo que está claro es que si no fuera por la juventud, yo no habría ido, por ejemplo, a un karaoke del Coreatown de Manhattan. La juventud adora lo kitsch. Antes de cantar, cenamos en un restaurante (coreano) que, por sus ostentosas dimensiones, parece de Ohio. Una de las paredes, de una altura de tres pisos, está cubierta de rocas falsas por las que baja una cascada dramática. Sobre una roca saliente hay un piano blanco en el que toca un pianista, que también debe de ser montañero, porque la única manera de subirse ahí es escalando. Bebemos varias botellas de sake, porque la juventud bebe sin pensar en el mañana, y subimos a un piso interior y cutre, lleno de compartimentos a un lado y a otro. Sin duda, antes de karaoke fue puticlub. Es uno de esos lugares en los que se mama la historia.
La juventud, ya beoda, y yo (semi) tomamos posesión de nuestro cuchitril: gotelé, sofá de sky, megapantalla, micrófonos y cuadernos con canciones para ir seleccionando. La juventud baila. Madonna, Mika o Macarena, porque a la juventud le encanta la spanish horterada. Cuando esa noche, al fin, llego al lecho, siento que el mítico "¡Aaahhhh!" de Los del Río me acuchilla las sienes. Es lo que tiene lo hortera, da muchas satisfacciones, pero también un gran dolor de cabeza.
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