La magia de las miniaturas
Un día le leí a Juan José Millás una ingeniosa clasificación zoológica de los escritores. Según él, los autores se pueden dividir entre mamíferos e insectos. En realidad, Millás atribuía esas cualidades no a los individuos, sino a sus obras; pero, como es natural, los autores tienden a escribir textos pertenecientes a una u otra categoría, aunque a veces suceda que un voluminoso animalote, un pedazo de paquidermo como Tolstói, por ejemplo, pueda permitirse alguna vez un pequeño libro insecto tan perfecto como La muerte de Iván Ilich. Los libros mamíferos, según Millás, son las obras ubérrimas, grandiosas, monumentales, unos bichos poderosos y pesados con grandes errores evolutivos, muelas del juicio sobrantes, colas atrofiadas y cosas así; mientras que los libros insectos son criaturas exactas, menudas y engañosamente sencillas, a las que no les sobra un élitro ni les falta una pata. Y ofrece dos ejemplos de su taxonomía: La metamorfosis de Kafka, que es un libro insecto por partida doble, una cucaracha redundante, y el Ulises de Joyce, que Millás selecciona como mamífero emblemático y que para mí es una novela hipervaluada que sólo me interesa, y no demasiado, como artefacto rompedor y modernista.
Las novelas largas mimetizan el fragor de la vida. Las cortas pulen un solo personaje, una sola situación, una sola idea
En realidad, por debajo de esta divertida clasificación subyace una cuestión de cantidad: estamos hablando de las novelas gordas versus las novelas pequeñitas. Esto es, de las nouvelles, que es como se llaman esas piezas narrativas en torno a las cien páginas. Pero también está en juego una cuestión de cualidad, porque las nouvelles poseen un acercamiento distinto a lo narrado. Desnudas y directas, pueden ser un disparo al corazón, y su sencillez es un destilado laborioso. Ya lo decía John Steinbeck: lo mejor es siempre lo más simple, lo malo es que para ser simple hace falta pensar mucho.
Personalmente, creo que como lectora no hay placer comparable a que te guste mucho una novela y que ésta sea muy larga, un tocho de mil páginas. Pero de cuando en cuando cae en tus manos una miniatura maravillosa que te deja embelesada o incluso temblando. Porque algunas de estas menudencias son como pequeñas joyas o besos ligeros; pero hay otras, las menos, que son rayos que achicharran lo que tocan. Por ejemplo, La metamorfosis, de Kafka, y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, poseen ese fulgor torrefactante. A su manera, esas dos nouvelles cambiaron el mundo, porque fueron capaces de construir símbolos perdurables de lo que somos.
Pero no es necesario aspirar a tanto para poder disfrutar con las miniaturas literarias. Leer una de esas novelas breves y perfectas, una novela-beso, es una suerte de experiencia amorosa, un vals arrebatado que bailas con el libro; y siempre estás temiendo que tu pareja falle, que te dé un pisotón, que las palabras decaigan y la magia se acabe. Pero, en las buenas miniaturas, los pies danzan alegres hasta el final de la música, dejándote pletórico y ahíto. Sacian mucho estas novelas tan pequeñas.
Hay muchas nouvelles memorables y supongo que cada cual tendrá su lista de favoritas. Yo hoy voy a citar tres, las dos primeras harto conocidas: El cartero de Neruda, de Antonio Skármeta (el título original era Ardiente paciencia), esa genial y conmovedora historia de un cartero que descubre a la vez lo que es la vida y la poesía, y Sostiene Pereira, del italiano Antonio Tabucchi, una afilada y melancólica historia sobre la dignidad. Pero hoy voy a apostar especialmente por mi tercera recomendación, que es un libro recién publicado en España: Una lectora nada común, de Alan Bennett. El británico Bennett, actor y dramaturgo, acostumbra a escribir novelas breves. En España se habían publicado dos menudencias anteriores, Con lo puesto y La ceremonia del masaje, ambas sumamente celebradas por la crítica pero que a mí no me gustan demasiado: las encuentro rebuscadamente ingeniosas, y las nouvelles son unas piezas narrativas tan puras y desnudas que no soportan bien los artificios. Si en ellas no late la vida, no son nada.
En el centenar de páginas de Una lectora nada común, en cambio, Bennett atina a dar un toque de autenticidad emocionante. Esa rara lectora a la que el título se refiere es la Reina Isabel de Inglaterra, que ya muy mayor y por puro azar, como todo sucede en esta vida, choca con los libros, con la ficción y con el placer de la lectura, y queda atrapada, con insospechadas consecuencias, en esa pasión tardía que lo cambia todo. Este pequeño libro es desternillante, y al mismo tiempo sobrio y austero, como conviene que sea una nouvelle. La historia se desliza con perfecta suavidad, como si las palabras patinaran sobre una lisa lámina de hielo, y terminan construyendo una especie de cuento para adultos en el que el personaje central e inolvidable es esta Reina Isabel que tanto juego está dando, en su vejez, a los cineastas y escritores británicos: recuerden la reciente y premiada película The Queen de Stephen Frears. Y es que esta pequeña reina octogenaria e imperturbable, envuelta en armiños imposibles y fabulosas joyas, es lo más parecido que ofrece la realidad al arquetipo del hada o de la bruja. Toda ella es un pellizco de magia.
Y magia es, justamente, lo que ofrecen las buenas nouvelles, las miniaturas narrativas bien hechas. Mientras que las novelas se acercan a la vida y mimetizan su caos y su fragor, su sucia confusión y sus conflictos, las nouvelles entresacan, limpian y pulen un solo personaje, una sola situación, una sola idea, y nos ofrecen un relato que roza lo perfecto, un espejismo de consoladora armonía, un atisbo de orden y de belleza.
Una lectora nada común. Alan Bennett. Anagrama. Ardiente paciencia. Antonio Skármeta. Plaza & Janés. Sostiene Pereira. Antonio Tabucchi. Anagrama.
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