Mirar atrás para escribir hacia delante
Francisco Nieva tiene memoria fotográfica. "¡Eras mi mejor alumno de escenografía! Hiciste una maqueta de Tres sombreros de copa con un poste de telégrafo y el suelo inclinado", le dice a Ernesto Caballero al comienzo de esta conversación. De eso hace treinta años. Nieva (Valdepeñas, Ciudad Real, 1927) era entonces profesor en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, y Caballero (Madrid, 1957), un estudiante de interpretación enjuto y nervioso, que pronto descollaría como autor y director de escena. El taller de escenografía de la RESAD, un torreón del Teatro Real desmontado en la última reforma del edificio, era un escenario digno de Nosferatu o de cualquier otra reópera de Nieva. También la casa donde tiene lugar este reencuentro, encaramada en un cerro de Miraflores de la Sierra (Madrid), en medio de un robledal, es un lugar recoleto, solitario y propicio para ensoñaciones románticas. Cuentan que Marcial Lalanda, torero predilecto de Hemingway, estuvo en ella curándose una tuberculosis. Nieva y su pareja veranean aquí con el perro Tirso y la gata Chufa, que lleva enervada toda la mañana porque dos chuchos merodeadores invadieron su territorio y engulleron su comida.
"Con mi generación muere el teatro de gran formato. Ahora nadie puede sacar a escena más de diez intérpretes", dice Nieva
"Antes, el montaje estaba al servicio del texto. Ahora, choca con él y puede nacer una maravilla o un engendro", según Caballero
Ernesto Caballero está preparando un montaje de La comedia nueva o El café, de Leandro Fernández de Moratín, para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y el estreno, en septiembre, de Maniquíes, una obra suya con cinco actrices, para espacios no convencionales. Nieva, apartado de los escenarios desde hace un lustro, está gozando este año de algo que pocas veces le llega a un autor en vida: Espasa Calpe ha editado sus Obras completas en dos tomos soberbios, en papel biblia. El primero contiene toda su obra dramática, desde el teatro de farsa y calamidad a las piezas en un acto, además de un centenar de dibujos escenográficos, figurines y carteles suyos; el segundo, sus novelas, artículos y cuentos, muchos inéditos. Antes de comenzar a hablar apasionadamente de teatro con su ex profesor, Caballero los hojea con curiosidad verdadera. En las primeras páginas, hay un retrato magnífico del fotógrafo Ginés Liébana donde el dramaturgo, todavía joven, parece contemporáneo y cofrade de José de Espronceda.
FRANCISCO NIEVA. ¿Sabes que después de Sombra y quimera de Larra, quise continuar mi ciclo de teatro de Crónica y Estampa con una versión libre de La comedia nueva? Iba a titularla Moratín en el café, y entremedias de la función pensaba meter un fragmento de El gran cerco de Viena, el melodrama exagerado al que se refiere el título, que había de aparecer tras de una gasa, como una alucinación.
ERNESTO CABALLERO. ¡Ésa es un poco la idea de mi puesta en escena! Empezamos representando el final de La destrucción de Sagunto, de Gaspar Zavala y Zamora, con los habitantes de la ciudad ibera autoinmolándose, y acabamos reventando las cristaleras del café, mientras entran a saco bandadas de murciélagos, como las que pueblan el aguafuerte El sueño de la razón.
F. N. A nosotros dos nos une el hecho de que sabemos llevar al escenario nuestras propias obras. Si no fuera por eso, no nos comeríamos una rosca. Lo mismo sucede con Angélica Liddell y con otros más jóvenes. ¡Fíjate si nuestro oficio se ha puesto difícil: nos exigen que seamos como Torres Naharro o como Shakespeare! Tenemos que guisárnoslo todo solitos.
E. C. Sospecho que eso ha sido así siempre.
F. N. No creas. Durante la República a muchos autores les bastaba una mesa, una silla y un flexo para hacer su trabajo, porque había compañías privadas que los representaban sistemáticamente. Ahora tenemos que ser autosuficientes.
PREGUNTA. Ese teatro de grandes repartos, como el que escribía Nieva, donde el universo entero cabía en escena, ¿no ha sido borrado del mapa? Hoy todo son comedias para cuatro o cinco actores.
F. N. Con mi generación muere el teatro de gran formato. Ahora nadie puede sacar a escena más de diez intérpretes, salvo los teatros nacionales.
E. C. Ya no escribimos para repartos tan amplios, salvo que queramos darnos el lujo de componer una comedia a sabiendas de que no se estrenará. Lo habitual es que pensemos en cuatro personajes. Las cosas han cambiado mucho desde hace tres décadas, cuando debuté en la compañía Corral de la Pacheca, con La paz, de Aristófanes, en versión de Nieva. Éramos veinte en escena.
P. ¿Qué otros cambios ha habido desde entonces?
E. C. Antes, el montaje estaba siempre al servicio del texto. Ahora, choca con él y de su colisión puede nacer una maravilla o un engendro. Los autores clásicos ponían su obra en primer plano, la concebían como un manual de instrucciones para la representación: sólo cabía obedecerles. En cambio hoy se está produciendo un mestizaje entre lo escénico y lo dramático.
F. N. Los clásicos son rieles de tranvía: entras por aquí y sales por allá. No te dejan otra opción.
E. C. El teatro de Shakespeare parece estar diciéndonos: "Cuidado, no hace falta que vengan un director ni un actor a poner nada de su cosecha, porque cuanto se necesita ya está en el texto. Basta con que se zambullan en él, gozosamente".
F. N. Exacto.
E. C. En cambio, a las obras escritas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se comienza a hablar de la psicología del personaje y a reivindicar la singularidad creadora del intérprete, parece que les falte ese acabado que pueden darles un actor virtuoso o un genio de la dirección.
F. N. Durante el Romanticismo, el director era accesorio: hacía poco más que dirigir el tráfico escénico. Lo maravilloso del melodrama francés es el acabado formal que le daban pintores y escenógrafos.
E. C. Los españoles apenas conocemos nuestros melodramas...
F. N. Tenemos los de Echegaray, un autor despreciado, con obras muy buenas.
E. C. Despreciado porque seguimos juzgando al autor por su ideología. ¿Te imaginas que alguien de izquierdas monte un día sin sonrojo Los intereses creados?
F. N. ¿Por qué no? ¡Cuánta gente de izquierdas no hay en Francia devota de Paul Claudel, y cuántos directores progresistas no lo habrán puesto en escena, empezando por Jean-Louis Barrault!
E. C. Ésa es una de nuestras asignaturas pendientes. No veo a alguien de izquierdas montando obras de Benavente o de Mihura.
F. N. Digamos las cosas claras: duele que la cartelera madrileña sea tan cutre, que haya un repertorio maravilloso que aquí no se monta jamás. No hay manera de que veamos un schnitzler ni un von kleist. Cubrimos nuestra cuota de contemporaneidad haciendo a Lorca, Valle-Inclán y Chéjov. No nos despegamos del tópico.
E. C. Hablando de Valle-Inclán, ¿te das cuenta de que nunca se le representa desde sus fuentes simbolistas? Yo lo emparento con Maeterlinck, otro eterno ausente de nuestra cartelera.
F. N. Tampoco se representa a Rodríguez Méndez, a Lauro Olmo ni a Martín Recuerda, por dejadez, porque no hace moderno. Estamos acomplejados: tenemos miedo de parecer paletos. Ésa es la cuestión.
E. C. Pero la palma del abandono se la llevan nuestros musicales. La parte mayor de la música española dieciochesca hay que ir a buscarla al teatro. Tenemos centenares de partituras por desempolvar.
P. ¿Y cuál es la causa de tanta desidia?
E. C. El culto a lo nuevo.
F. N. Nuestra época venera la sorpresa.
E. C. Y la desmemoria. No querernos reconocernos en nuestros abuelos, cuando ellos son quienes nos dan sentido. Para buena parte de la crítica, Calderón es todavía una bestia negra, un hombre vinculado ideológicamente a la Inquisición, cuando nada tuvo que ver con ella. Le tocó vivir la Contrarreforma como a Brecht le tocó el marxismo. Ésas fueron sus circunstancias. Pero son dos poetas escénicos de primera magnitud.
F. N. Si pusiéramos los autos sacramentales de Calderón en manos de Tim Burton, serían un bombazo. Démosle Los encantos de la culpa a los Monty Python y resultará la mayor gozada del mundo. En los autos hay kilos de material virgen para una imaginación surrealista desbocada. José Luis Gómez hizo un montaje maravilloso de Los cabellos de Absalón, con escenografía del escultor Miguel Navarro, pero nadie ha seguido su ejemplo. Ni siquiera él mismo.
E. C. Descuidamos lo nuestro. Está bien que importemos espectáculos internacionales, verlos nos enriquece, pero deberíamos prestar más atención a esa franja enorme que abarca desde el Siglo de Oro hasta el último de nuestros creadores jóvenes.
P. Tanto volver la vista atrás, ¿no nos distrae del futuro?
E. C. Necesitamos referentes. Yo necesito saber de dónde procede lo que hago y la proyección que puede tener. No sé saltar al vacío. Nada hay nuevo bajo el sol: todo son versiones y más versiones.
F. N. La originalidad surge sobre el suelo firme de la tradición, dice Goethe. Y Verdi: Torniamo all'antico, sarà un progresso.
E. C. Durante la época isabelina, entre los dramaturgos ingleses gozaba de gran prestigio el lively turning (revisión vívida), técnica que consiste en coger un mito, un hecho histórico o una obra precedente para recrearlo con la perspectiva de su época.
F. N. Los autores del Siglo de Oro tomaban prestados dramas de sus contemporáneos, añadían personajes, cambiaban episodios... Eso ahora no nos parecería decente.
E. C. Pues era muy sano. Los autores de hoy no podemos reescribir un lorca, pero los directores lo están haciendo. La casa de Bernarda Alba dirigida por Calixto Bieito es una versión nueva del drama lorquiano. Nadie se atreve a rehacer La vida es sueño. Brecht era un especialista en eso. Cogía La vida del rey Eduardo II, de Marlowe, y se la apropiaba sin problemas.
P. Algo así, pero más sutil, es lo que ha hecho Wajdi Mouawad en Incendies, una obra enteramente nueva donde, al final, caes en la cuenta de que está tejida sobre el cañamazo de Edipo rey
...
E. C. Pero llevado a las guerras de Oriente Próximo, y visto desde la perspectiva de alguien que las ha sufrido.
F. N. Mishima era fascinante precisamente porque creó un teatro Noh moderno. Con palabras y envoltorio actual, hacía lo mismo que sus ancestros. Tuvo una muerte literaria, antipática y terrible.
E. C. Como la de Pasolini.
F. N. A los dos los conocí. A Mishima, en la taberna del Teatro de La Fenice, con Ezra Pound, y a Pasolini porque alguien le dijo que yo podía montarle los escaparates del Palacio del Cine para el estreno de Accattone sin que le costase un duro. Vi la película, con aquellos derrumbaderos terribles, y pensé: "Pongamos arena de playa, botellas rotas, una bicicleta destrozada, y muchos focos, para que todo brille como una joyería". Le encantó: parecía el colmo de la sofisticación, cuando era producto de la necesidad.
P. ¿Qué les parece el teatro español actual?
F. N. Para ser sincero, veo poco, pero de buena factura, especialmente lo que hace Bieito. A nuestro teatro no hay nada que reprocharle técnicamente.
E. C. Tenemos un nivel artístico muy alto: también en esto podríamos ganar la Copa de Europa. Lo que nos sobra son complejos. El peligro es que los políticos intentan marcar las directrices de la creación, en vez de recoger lo que surge de la sociedad civil.
P. Volvamos sobre sus proyectos.
F. N. Ernesto está haciendo ahora algo que bien pudiéramos haber proyectado juntos. Debe ser una delicia reinventarse el café dieciochesco de La comedia nueva... Le recomiendo que eche un vistazo al Café de Levante, que retrató José Leonardo Alenza, tan desolado, con ese aire de camaranchón.
E. C. Fíjate, yo me estaba yendo a los cafés italianos de la época...
F. N. El de Alenza está en un segundo piso, al que se sube por una escalerilla. Es muy castellano, destartalado, con poca gracia y mucho sabor. No tomes como referencia los cafés de París: el Madrid de entonces era un poblachón manchego. Piensa mejor en el lugar donde comienza El sí de las niñas: un camaranchón con sacos de trigo apilados y una mesa camilla.
E. C. Me estás dando una lección magistral, utilísima.
F. N. Piensa también en lo que hizo el ayudante de Visconti en Senso: la casa de putas que aparece reproduce fielmente un cuadro de los macchiaioli, los impresionistas italianos. Es un burdel cutrísimo, y eso le da mucha veracidad a la película.
P. ¿Cuál es el asunto de Maniquíes?
E. C. Es una comedia simbolista, metafísica, en la que trato de reflejar el asombro de cinco maniquíes femeninas que una noche despiertan a la vida en el interior de unos grandes almacenes. Todo les sorprende: el descubrimiento del lenguaje, sus primeros movimientos..., e intentan explicarse lo que les sucede. Son muy tiernas, a la manera de Rosencrantz y Guildenstern en la obra de Tom Stoppard. Se sienten desvalidas, deambulando por las plantas vacías de El Corte Inglés. Vista con perspectiva, esta obra tiene el aroma de las de Von Kleist y el tono de Los ciegos, de Maeterlinck, con una pátina de candor...
P. Nieva, lleva usted tiempo sin estrenar.
F. N. Estoy esperando a que me ofrezcan algo, pero es que, sin darse uno cuenta, la política influye mucho en la carrera de un autor. Los grandes éxitos se pagan caro. El que obtuve durante la transición con La carroza de plomo candente me lo acabaron facturando. Y que estrenase Pelo de tormenta con tanto éxito en el Centro Dramático Nacional, mientras gobernaba el PP, es una faena que me la guardan todavía. -
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