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LLAMADA EN ESPERA | ARTE
Columna
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Foto de familia

Estrella de Diego

Las fotos son una cosa rarísima y si no fuera por la costumbre y porque ocupan un lugar fundamental en nuestras vidas, porque lo que vemos y lo que ocurre, lo relevante y lo nimio termina atrapado sobre el papel fotográfico; si no fuera porque lo mecánico de "hacer una foto" nos arrebata la distancia, seguro que todos estaríamos de acuerdo: qué extraño conservar detenido para siempre un hecho irrepetible de la vida que puede ser copiado al infinito además.

Hay en las instantáneas cierta cualidad ausente que paraliza a poco que se ponga uno a pensarlo. Qué vértigo mantener viva la imagen de los difuntos en las fotos, las grabaciones, las películas, igual que aquel James Dean se convirtió en un rebelde condenado a no envejecer nunca. Qué aturdimiento volver a casa tras la despedida última y seguir encontrando la voz amada en el contestador, congelada y punzante, ignorando su propia muerte. Qué atroz síntoma moderno, ¿verdad? Es un poco igual que esos móviles que suenan tozudos en medio de las tragedias y que, implacables, devuelven a quien llama en busca de noticias una voz aséptica que desconoce la contingencia. Suenan los móviles sin respuesta entre los escombros. En la era de la hipercomunicación la falta de noticias es muy mal presagio.

Algunas de estas reflexiones asaltan al espectador en la exposición que se podrá ver hasta finales del verano en el Museo d'Orsay parisino, El daguerrotipo francés. Los daguerrotipos expuestos -muy tempranas fotografías- proceden en gran medida de la colección del museo y abordan cuestiones de la vida cotidiana: arquitecturas, temas sociales, de interés artístico o, los más abundantes siguiendo la costumbre burguesa de mediados del XIX, retratos, alguno incluso post mórtem, última oportunidad de conservar el recuerdo físico de los fallecidos que tal vez en vida no pudieron jamás posar en el estudio del fotógrafo.

Aunque no es en estos retratos, pese a lo que pudiera pensarse, donde se manifiesta esa ausencia profunda que transmite la fotografía, sino en algunos retratos de familia. Hay en la muestra uno en especial, Familia de seis personas, de Bénudet, donde una madre y cuatro hijas, colocadas sin excesivas jerarquías, comparten el marco ovalado con el benjamín que mira hacia la cámara desafiante. Ante esta imagen e igual que en otra donde un padre posa con los hijos, el espectador se pregunta en qué momento dejó de sonar aquel móvil imaginario, cuándo decidieron inmortalizar lo que quedaba de la familia, quién sabe si impelidos por la pérdida reciente, subrayando la ausencia entre aquellas presencias incompletas.

Si toda foto lleva implícito sin remedio cierto augurio de caducidad, conserva al tiempo -o debido a ese augurio- un fragmento importante de la vida de quienes fuimos. Tal vez por eso, la idea para sus retratos de familia, cuenta el propio Thomas Struth, parte del proyecto de un amigo psicoanalista con el cual solía trabajar y a cuya memoria está dedicada la muestra -y el libro publicado para la ocasión- Vida en familia, donde se recogen las fotos familiares que el artista alemán ha ido haciendo a lo largo de veinte años. Porque en el trabajo subyace la propuesta del amigo, quien invitaba a sus pacientes a traer alguna foto para ilustrar con imágenes los recuerdos de la infancia, se trasluce en todas ese rastro intenso que alerta al espectador, como siempre en su obra, sobre lo que parecía ser un simple trabajo etnográfico. Pero, sobre todo, frente a estas imágenes se entiende de un modo más certero la esencia fotográfica de Las Meninas, a las cuales Struth ha dedicado una serie completa: ¿qué si no la presencia ambigua de los reyes, en el fondo una ausencia poderosa, confiere al óleo esa modernidad inusitada?

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