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Columna
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Dos amigos

El verano es una isla en el tiempo. Y uno de los pensamientos más gozosos para los lectores empeñados durante el resto del año en los trabajos de Sísifo es, precisamente, anticipar qué libros se llevarán a esa isla. Pongamos por ejemplo que se lleva Los ensayos de Montaigne. Disponemos por fin de una cuidada y completa edición, gracias a Acantilado. Y a alguien más.

Déjenme que les cuente una pequeña historia. La edición se basa en la póstuma realizada en 1595 por Marie de Gournay, una joven autodidacta que en ese momento contaba con 30 años de edad. Poco fiable, por lo tanto, según múltiples editores posteriores, que prefirieron reimprimir la primera versión de Los ensayos, de 1580. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que por fin se reconozca que aquella edición de la joven de Gournay no sólo no fue irresponsablemente manipulada por ella, sino que es la más fiel y la más completa.

Esas pequeñas piruetas de justicia poética nos ofrecen la ilusión de un cierto orden, aunque póstumo

Después de una vida afanosa, a los 38 años Michael de Montaigne dejó toda actividad pública y política y se retiró a un torreón de su castillo, decidido a consagrar todo su tiempo a la lectura, a la meditación y a la escritura. Su labor de introspección, de conocimiento de sí y de todo lo humano, basado en su vastísima cultura clásica, sigue hoy provocando nuestra admiración. Tomemos el capítulo dedicado a la amistad. Un tema de larga tradición, pues ya Aristóteles había disertado en extenso sobre las diferentes formas de amistad, sentenciando que la más perfecta es aquélla que sólo puede darse entre los iguales de condición y virtud, y relegando a un segundo plano las amistades por interés o por placer. La verdadera amistad no podría darse, por tanto, entre hombre y mujer.

Montaigne redunda en esa idea: "La capacidad habitual de las mujeres no llega a la altura del diálogo y la comunicación que nutre este santo lazo" de la perfecta amistad, dice. Pero lo sostiene con pena: "Si fuera posible establecer una relación de este tipo, libre y voluntaria, en la cual no sólo las almas obtuviesen un goce perfecto, sino también los cuerpos participaran en la alianza, en la cual estuviese implicado el hombre entero, es cosa segura que la amistad sería más plena y más cumplida". Es decir, lamenta que no sea posible la amistad hombre-mujer, una enriquecedora complicidad de cuerpo y alma, con componentes tanto eróticos como intelectuales. ¿Llegó a cambiar de idea en algún momento de su vida? Sabemos por lo menos que es probablemente el primer pensador que lo intuyó.

Marie de Gournay creció con vivas inquietudes intelectuales, aprendió latín y griego por su cuenta, desafiando lo que la sociedad de la época consideraba adecuado para una dama. Rendida de admiración, escribió una carta a Montaigne, expresando su deseo de conocerle. Desde su primer encuentro, cuando ella contaba con 23 años (32 menos que él), comenzaron una intensa relación intelectual (se desconoce si llegaron a ser amantes). En los últimos años de su vida, Montaigne escribió sobre ella: "Esta alma será capaz algún día de las cosas más bellas y, entre otras, de la muy santa amistad a la que, según los libros, su sexo no ha podido elevarse aún".

Ahora por fin ha aparecido la edición definitiva que él le confió a ella. Ocurren a veces en la historia esas pequeñas piruetas de justicia poética que nos ofrecen la ilusión de un cierto orden, aunque póstumo y caprichoso.

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