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Ficciones

PIEDRA DE PEDERNAL

Musiquita canta con el torso erguido. La mano izquierda sobre la rodilla y la derecha en el aire, retinta y cuarteada como una piedra al sol. Los años por los caminos han ido oscureciendo y agrietando al gitano. Las lluvias, el sol, el aire y el frío le han convertido en lo que es: una piedra de pedernal, como las que encuentra en su vagabundeo. "Sustedes y yo no tenemos raíces", dice a las piedras y, antes de dejarlas de nuevo en el suelo, las besa. Por las noches las hace chocar y, al ver saltar las chispas, piensa que, al igual que ellas, él lleva dentro una candela.

La piel de Musiquita es vieja, pero su voz tiene el brío de un caballo joven.

Los hombres de la hoguera le jalean y dan palmas:

La voz de Musiquita fluye hasta ella como el agua de un rÍo, limpiando todo, borrando todo: la muerte, la miseria, las ratas, la codicia

-¡Ole el cante gitano!

-¡Ole el cante bonito!

El círculo que forman es el picadero donde caracolea la voz de Musiquita.

En las tinieblas, allí donde acaba el resplandor de la hoguera, un yonqui se pincha en el pene. Una sombra se acerca a las planchas de cemento que rodean el poblado y vomita. Una, dos, tres veces. Cada vómito va curvando la sombra hasta que queda aplastada en el suelo.

En la chabola de Juana, las mujeres mezclan la heroína con Cola-Cao y la cocaína con yeso raspado de las paredes. Juana, la más vieja, está sentada fuera, con las manos metidas en el bolsillo del delantal. Sus gruesos dedos remueven los pendientes y las cadenas de oro que lleva siempre consigo para que no se los roben sus hijos cuando están enmonaos. Detrás del oro, bajo la enorme barriga, algo le quema, como si dentro tuviera una de las brasas que el humo de la candela aventa. La voz de Musiquita fluye hasta ella como el agua de un río, limpiando todo, borrando todo: la muerte, la miseria, las ratas, la codicia, las torres de pisos baratos que se alzan tras las planchas de cemento. Juana ni siquiera oye el rugido de la M-30 y la M-40 que resuena día y noche en el poblado.

En medio de la magia, la voz de Musiquita se desboca. Al guitarrista, que intenta seguirle, se le enganchan los dedos en las cuerdas, pero no ceja. Un tocaor sabe cuál es su sitio. Aunque sea tan grande como Paco de Lucena o como Paco el Águila, que se enfrentaron en un famoso duelo. Antes de tocar, Lucena metió la mano izquierda en un calcetín y el Águila, en un guante. Y, al oírlos, la gente se rompía las botellas en la cabeza porque no se podía aguantar tanto arte.

El guitarrista sabe que está al servicio de Musiquita, aunque le sangren los dedos, aunque el cantaor desafine. Es el cantaor quien da la cara y, por tanto, quien más sufre. Escuchen a Musiquita. ¡Qué terrible angustia! ¡Qué grito interminable!

El grito, una bomba que ha devastado su rostro y ha abierto en el centro un inmenso agujero.

Musiquita es la viva imagen de la desesperación.

El Richar se asoma en calzoncillos a la puerta de su chamizo.

-¿Sus queréis ir? -grita- ¡No puedo dormir!

-¡Vete dentro o te meto de una patá! -aúlla el marido de Juana desde la candela.

Refunfuñando, el chaval agarra una tabla y la encaja en el hueco que sirve de puerta.

Las venas del cuello de Musiquita están a punto de estallar. Da escalofríos escucharlo. De repente, da un respingo y calla.

Reaparece su rostro. Desaparece el boquete.

Abre los ojos lentamente, como quien regresa del infierno con los párpados sellados. Tiene la expresión de los iluminados, la inocencia de los niños, el estupor de los idiotas:

-Perdonen, pero ha sucedido una cosa extraordinaria que va a hacer historia. Me he salido de tono, ¿verdad?

Los hombres se ríen.

-Me paro por respeto a vuestras almas, que son las que rigen el mundo. Yo no sé cantar, pero lo importante es que estéis sustedes alegres.

Del chamizo del Richar sale una expresión ahogada: "¡Qué paz más grande!". Pero esta vez no se mueve la tabla de la puerta.

Musiquita no ha oído nada:

-Sustedes quieren vuelvo a empezar.

El tío Gregorio le acerca un vaso alto con güisqui. El alcohol entra en Musiquita como el agua en una piedra porosa: cae en su boca y sobre la barbilla, resbala por el cuello y empapa la sucia camisa azul.

-A ver si vienen hacia mí esos tangos. Yo canto así, por inspiración divina.

Templa la voz y canta.

La botella de güisqui va pasando de mano en mano, de boca en boca. Cuanto más brilla la hoguera, más negra es la noche.

Una rubia y dos morenas se acercan contoneándose. Son Samara, Yanira y Brite, las Supremes del poblado. Musiquita carraspea y entona una rumba. Ellas se unen para hacer los coros. Los hombres miran hipnotizados la boca de la rubia, roja y carnosa como una inmensa flor tropical. Los labios se abren y se cierran como las hojas de una planta carnívora. Desde el porche, Juana mira a su marido y a la moza.

-¡Sinvergonzona!- masculla.

Con gesto imperioso, un gitano tocado con un sombrero negro de fieltro hace callar el cajón improvisado, las palmas, los coros:

-Tío -el hombre se apoya en su vara mientras se dirige a Musiquita, que calla confundido-, esas cosas modernas son para los jóvenes y usté, que es un artista, debe hacer cante puro. Cante gitano. Va a perder usté su desprestigio.

El cantaor se encoge como un galgo al ver levantado el palo:

-No es verdad. Yo aporto unas melodías que siempre son gitanas porque yo soy gitano. Hago unas rumbas aliviosas para las personas. Donde hay lastimación, que haya esas gotas de agua.

-¡Vamos con esa rumba! -exclama el marido de Juana, sus ojos revoloteando en torno a la roja planta carnívora.

Musiquita escupe y deja caer las manos, duras e inertes como piedras, sobre el pantalón oscuro de rayas.

-No canto más, que no está registrado -dice.

Cogidas del brazo, Samara, Yanira y Brite desaparecen en las tinieblas, en busca de otra hoguera. El rugido del tráfico de la M-30 y la M-40 penetra en la candela.

FERNANDO VICENTE

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