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Reportaje:LECTURA

El terrorismo no es nada nuevo

Estamos predispuestos a mirar atrás al siglo XX como una era de extremos políticos, errores trágicos y opciones perversas; una era de engaño de la que, por suerte, hemos salido. Pero ¿no estaremos nosotros igual de engañados? En nuestro nuevo culto del sector privado y del mercado, ¿no habremos invertido simplemente la fe de una generación anterior en la "propiedad pública" y "el Estado" o "la planificación"? Después de todo, nada es más ideológico que la proposición de que todos los asuntos y políticas, públicos y privados, deben inclinarse ante la globalización económica, sus leyes inevitables y sus insaciables demandas. Este culto a la necesidad económica y sus leyes de hierro también fue una premisa central del marxismo. En la transición del siglo XX al XXI, ¿no hemos abandonado un sistema de creencias del siglo XIX para sustituirlo por otro?

El peligro de considerar como la mayor amenaza el terrorismo es ignorar otros grandes desafíos de nuestro tiempo
El miedo resurge como elemento activo de la vida política en Occidente: al terrorismo, al cambio, al paro...

Parece que no estamos menos confusos en las lecciones morales que pretendemos haber extraído del siglo pasado. Desde hace mucho tiempo, a la sociedad secular moderna le resulta incómoda la idea del "mal". A los liberales les desagrada su intransigente absolutismo ético y sus resonancias religiosas. Las grandes religiones políticas del siglo XX preferían explicaciones instrumentales, más racionalistas, de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo equivocado. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el exterminio nazi de los judíos y la creciente conciencia internacional de la magnitud de los crímenes comunistas, el "mal" se volvió a deslizar en el discurso moral e incluso político. Hannah Arendt fue quizá la primera en reconocer esto, cuando en 1945 escribió que "el problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual de la posguerra en Europa"; pero fue Leszek Kolakowski, un tipo muy distinto de filósofo, que trabajaba en una tradición reconocidamente religiosa, quien lo expresó mejor: "El Demonio forma parte de nuestra experiencia. Nuestra generación le ha visto lo suficiente como para tomarse el mensaje muy en serio. Sostengo que el mal no es contingente, no es la ausencia, o la deformación, o la subversión de la virtud (o de lo que consideremos su opuesto), sino un hecho obstinado e irredimible".

Pero ahora que el concepto del "mal" ha vuelto a entrar en el uso discursivo, no sabemos qué hacer con él. En el uso occidental hoy la palabra se emplea principalmente para denotar el mal "único" de Hitler y los nazis. Pero aquí somos confusos. El genocidio de los judíos -el Holocausto- a veces se presenta como un crimen singular, la encarnación de un mal que no tiene parangón ni antes ni después, un ejemplo y una advertencia: "Nunca más". Pero otras veces estamos demasiado dispuestos a invocar ese mismo mal con fines comparativos, hallando intenciones genocidas, "ejes del mal" y "más Hitler" por todas partes, de Irak a Corea del Norte, y advirtiendo de la inminente repetición de lo único e irrepetible cada vez que alguien hace una pintada antisemita en el muro de una sinagoga o expresa nostalgia por Stalin. En todo esto hemos perdido de vista qué tenían de especial las ideologías radicales del siglo XX que resultaron tan seductoras y diabólicas. Hace sesenta años Arendt temía que no supiéramos hablar del mal y que por tanto nunca comprendiéramos su significado. Hoy hablamos de él todo el tiempo -con el mismo resultado.

Nuestra obsesión contemporánea con el "terror", el "terrorismo" y los "terrorismos" adolece de una confusión muy similar. Por decir lo que debería ser obvio: el terrorismo no es nada nuevo y es difícil saber qué pensar de un historiador que afirme que es "un fenómeno de la Posguerra Fría".

Incluso si excluimos los asesinatos o intentos de asesinato de presidentes y reyes y nos limitamos a aquellos que matan a civiles desarmados por un objetivo político, los terroristas han estado con nosotros durante bastante más de cien años. Ha habido terroristas rusos, terroristas indios, terroristas árabes, terroristas vascos, terroristas malayos y docenas más. Ha habido y sigue habiendo terroristas cristianos, terroristas judíos y terroristas musulmanes. Hubo terroristas yugoslavos (partisanos) que ajustaron cuentas en la Segunda Guerra Mundial; terroristas sionistas que volaron mercados árabes en Palestina antes de 1948; terroristas irlandeses financiados por Estados Unidos en el Londres de Margaret Thatcher; terroristas muyahidin armados por Estados Unidos en Afganistán en la década de 1980, etcétera.

Nadie que haya vivido en España, Italia, Alemania, Turquía, Japón, el Reino Unido o Francia, por no mencionar los países más habitualmente violentos, puede haber dejado de percibir la omnipresencia de los terroristas -con pistolas, cuchillos, bombas, productos químicos, coches, trenes, aviones, etcétera- a lo largo del siglo XX hasta el año 2000 y después. La única -única- cosa que ha cambiado es el ataque de terrorismo homicida dentro de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. Pero ni siquiera eso carece completamente de precedentes: los medios son nuevos y la matanza es horripilante, pero el terrorismo en suelo estadounidense no era desconocido en los primeros años del siglo XX. Pero, mientras que a base de invocar y abusar de la idea del "mal" hemos trivializado imprudentemente el concepto, con el terrorismo hemos cometido el error opuesto. Hemos elevado el asesinato de motivación política, de naturaleza mundana, a categoría moral, a abstracción ideológica y enemigo global. No nos debería sorprender descubrir que esto ha ocurrido de nuevo por invocar analogías mal informadas con el siglo XX. "Nosotros" no estamos meramente en guerra con los terroristas, sino empeñados en una lucha de civilizaciones en todo el mundo -"una empresa global de duración incierta", según la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 de la Administración de Bush- con el islamofascismo.

Aquí hay una confusión doble. Es evidente que la primera consiste en simplificar los motivos de los movimientos antifascistas de la década de 1930, al mismo tiempo que agrupamos juntos los fascismos de la Europa de comienzos del siglo XX, en absoluto homogéneos, y los muy diferentes agravios, reivindicaciones y estrategias de los (igualmente variados) movimientos e insurgencias musulmanes de nuestro tiempo. Conocer la historia reciente podría ayudarnos a corregir esos errores. Pero la equivocación más grave consiste en tomar la forma por el contenido: definir a los distintos terroristas y terrorismos, con sus diferentes y con frecuencia contradictorios objetivos, solamente por sus actos. Sería como si metiéramos en el mismo saco a las Brigadas Rojas, la banda de Baader-Meinhof, el IRA Provisional, ETA, los Separatistas del Jura suizos y el Frente Nacional para la Liberación de Córcega, llamáramos a la amalgama resultante "extremismo europeo"... y después declarásemos la guerra al fenómeno de la violencia política en Europa.

El peligro de abstraer al "terrorismo" de sus distintos contextos, colocarlo en un pedestal como la mayor amenaza a la civilización, la democracia o "nuestra forma de vida" occidental, y declararle una guerra indefinida es que así ignoramos los muchos otros desafíos de nuestro tiempo. A este respecto, las ilusiones y los errores de los años de la Guerra Fría también podrían enseñarnos algo sobre la visión en túnel ideológica. [Como dice] Hannah Arendt: "El mayor peligro de considerar el totalitarismo como la maldición del siglo sería obsesionarnos con él hasta el punto de ser ciegos a los numerosos males menores y no tan menores con los que está empedrado el camino al infierno".

Pero de todas nuestras ilusiones contemporáneas, la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás: la idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que está ocurriéndonos ahora es nuevo e irreversible y que el pasado no tiene nada que enseñarnos, excepto para saquearlo en busca de útiles precedentes. (...)

Incluso en Europa hay una generación más joven de ciudadanos y políticos cada vez más olvidadiza de la historia: es irónico, pero esto es especialmente cierto en los antiguos países comunistas de Europa central, en los que "construir el capitalismo" y "enriquecerse" son los nuevos objetivos colectivos, mientras que la democracia se da por supuesta e incluso se considera un impedimento entre algunos sectores.

No obstante, también el "capitalismo" tiene su historia. La última vez que el mundo capitalista pasó por un periodo de expansión sin precedentes y gran creación de riqueza privada, durante la "globalización" avant le mot de la economía mundial en las décadas que precedieron a la I Guerra Mundial, en Gran Bretaña -al igual que en Estados Unidos y en la Europa occidental hoy- se pensaba que se estaba en el umbral de una era sin precedentes de paz y prosperidad indefinidas. Quien busque un testimonio de esta confianza -y de qué fue de ella- puede leer los magistrales primeros párrafos de Las consecuencias económicas de la paz, de John Maynard Keynes: un compendio de las soberbias ilusiones de un mundo al borde de la catástrofe, escrito poco después de la guerra que pondría fin a todas esas fantasías de armonía por los cincuenta años siguientes.

También fue Keynes quien previó el "anhelo de seguridad" que los europeos sentirían después de tres décadas de guerra y colapso económico, y contribuyó a que se satisficiera. Gracias, en buena medida, a los servicios preventivos y redes de seguridad que se incorporaron a sus sistemas de gobierno de la posguerra, los ciudadanos de los países avanzados perdieron la atenazante sensación de inseguridad y el temor que había dominado la vida política entre 1914 y 1945.

Hasta ahora. Pues hay razones para creer que esto puede estar a punto de cambiar. El miedo está resurgiendo como un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales. El miedo al terrorismo, por supuesto, pero también, y quizá de forma más insidiosa, el miedo a la incontrolable velocidad del cambio, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual, a perder el control de las circunstancias y rutinas de la vida diaria. Y, quizá sobre todo, miedo no sólo a que ya no podamos definir nuestras vidas, sino también a que quienes tienen la autoridad hayan perdido el control en favor de fuerzas que están más allá de su alcance.

Pocos Gobiernos democráticos pueden resistir la tentación de sacar provecho político de esta sensación. Algunos ya lo han hecho, por lo que no debería sorprender asistir a una revitalización de grupos de presión, partidos políticos y programas basados en el miedo: miedo a los extranjeros, miedo al cambio, miedo a las fronteras abiertas y a las comunicaciones libres, miedo a la expresión de opiniones incómodas. En los últimos años, estas personas y estos partidos han progresado en una serie de países impecablemente democráticos -Bélgica, Suiza e Israel, así como en repúblicas más vulnerables como Rusia, Polonia y Venezuela- y el desafío que presentan ha tentado a los principales partidos en Estados Unidos, Dinamarca, Holanda, Francia y el Reino Unido a adoptar una línea más dura con los visitantes, los "extraños", los inmigrantes ilegales y las minorías culturales o religiosas. En el futuro podemos esperar más desarrollos en esta línea probablemente dirigidos a restringir el flujo de bienes e ideas, así como de personas, "que representen una amenaza". La política de la inseguridad es contagiosa.

Haríamos bien en examinar más atentamente la forma en que nuestros predecesores del siglo XX respondieron a lo que, en muchos aspectos, eran dilemas comparables. Podemos descubrir, como ellos, que la provisión colectiva de servicios sociales y cierta restricción en la desigualdad de la renta y la riqueza son variables económicas importantes en sí mismas, y aportan la cohesión pública y la confianza política necesarias para una prosperidad estable, y que sólo el Estado tiene recursos y autoridad para suscribir activamente esos servicios, provisiones y limitaciones en nuestro nombre colectivo.

Podemos descubrir que una democracia saludable, lejos de estar amenazada por el Estado regulador, en realidad depende de él: que en un mundo cada vez más polarizado entre individuos aislados e inseguros y fuerzas globales no reguladas, la autoridad legítima del Estado democrático puede ser la mejor institución intermedia concebible. Después de todo, ¿cuál es la alternativa? Nuestro culto contemporáneo a la libertad económica, combinado con una aguda sensación de temor e inseguridad, podría conducir a una provisión social reducida y una regulación económica mínima, pero acompañadas de la vigilancia gubernamental de la comunicación, el movimiento y la opinión. Capitalismo "chino" estilo occidental, por llamarlo de alguna manera.

Entonces, ¿cuáles son los límites del Estado democrático?, ¿cuál es el equilibrio adecuado entre la iniciativa privada y el interés público, entre la libertad y la igualdad?, ¿cuáles son los objetivos realistas de política social y qué constituye interferencia y exceso de intervención?, ¿dónde debemos situar exactamente el inevitable compromiso entre maximizar la riqueza privada y minimizar la fricción social?, ¿cuáles son los límites apropiados de las comunidades políticas y religiosas, y cuál sería la mejor manera de minimizar las fricciones entre ellas?, ¿cómo deberíamos controlar los conflictos (tanto en el interior de los Estados como entre ellos) que no puedan evitarse? Y así sucesivamente.

Éstos son los desafíos del presente siglo. También fueron los desafíos que afrontó el siglo pasado, y por eso al menos a algunos nos resultan un poco familiares. Son un recordatorio de que las recetas simples de los actuales ideólogos de la "libertad" no nos van a servir de ayuda en un mundo complejo más que las de sus predecesores al otro lado del abismo ideológico del siglo XX; un recordatorio, también, de que la izquierda de ayer y la derecha de hoy comparten entre muchas otras cosas una propensión en exceso confiada a negar la relevancia de la experiencia pasada para los problemas presentes. Creemos que hemos aprendido lo suficiente del pasado para saber que muchas de las viejas respuestas no funcionan, y puede que sea cierto. Pero lo que el pasado puede ayudarnos a comprender es la perenne complejidad de las cuestiones.

Aspecto, cerca de la estación madrileña de Atocha, de uno de los trenes en los que los terroristas hicieron estallar bombas el 11 de marzo de 2004.
Foto: Efe
Aspecto, cerca de la estación madrileña de Atocha, de uno de los trenes en los que los terroristas hicieron estallar bombas el 11 de marzo de 2004. Foto: Efe

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