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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las otras noches blancas de Barcelona

El Ayuntamiento de Barcelona está contento con el éxito de su primera noche blanca. La idea es tener al personal entretenido durante una noche entera con toda suerte de acontecimientos así llamados culturales. Entretanto, la canícula nos depara otra clase de noches en blanco, gracias a la combinación de temperaturas altas y bochorno, que es lo suyo en una ciudad marítima. Las ventas de aparatos de aire acondicionado se disparan, y las cadenas de electrodomésticos se quedan sin existencias.

Para quienes el frío extraño de esos aparatos resulta incómodo, queda la política de ventanas abiertas, que suelen regalarte con ráfagas de brisa marina que proporcionan un fresquito incomparablemente más ecológico. Pero no, ay, más silencioso. Porque la ciudad tiene puesto el sonoro la noche entera. Están por llegar los desmanes ruidosos del salvajismo colectivo que acompaña a las dos grandes fiestas mayores de barrio, la de Gràcia y la de Sants. En esas dos semanas los vecinos de esos barrios suelen acabar en el manicomio, porque la llamada popularidad de esos fiestorros ha destrozado lo que era un tipo de acontecimiento familiar en los ya lejanísimos años sesenta de mi juventud.

Pero antes de que llegue ese nadir del estruendo urbano, los vecinos de la ciudad disfrutamos de una banda sonora que en las peores noches puede desvelar al más pintado. Suele comenzar el sarao con la delicada armonía de los camiones de recogida de basura. Suena el motor del camión, luego se oyen las voces de los basureros, el golpeteo de los contenedores, la maquinaria que estruja su contenido y se lo zampa para deglutirlo en las tripas del camión, y finalmente el arranque en primera del vehículo, que por fin se va con la música a otra parte.

A lo largo de las horas siguientes reina el silencio, y por ello se oye mucho más esa moto de 120 caballos que acelera de cero a noventa en diez segundos, o el chisporroteo del último ciclomotor con escape abierto, o el chum-pa-chum del gilipollas que confunde su coche con una disco. La noche es joven.

En los intermedios se disparan a ratitos los diversos compresores situados en las unidades exteriores de aire acondicionado que cuelgan de las ventanas del vecindario. Se diría que no existen normas que los controlen, y que todo el mundo ha hecho de su capa un sayo y lo ha colocado donde le ha dado la gana. Se ven en los balcones del Eixample, se oyen toda la noche. El rey de los compresores de mi barrio pertenece, me barrunto, a la cámara frigorífica del simpático restaurante vecino. Tiembla como si hubiese un terremoto cada dos minutos, y atrona los espacios con su rugido insoportable. Si al anochecer su sonido viene acompañado del dulce aroma a vainilla de la crema catalana con el que el extractor de la cocina nos obsequia cada día, en plena noche hace unos solos prolongadísimos dignos de un bajo de ópera contemporánea.

Hacia las cinco y media de la mañana los dedos rosados de la aurora, según Homero, se estiran desde oriente, y antes de que comience a haber luz suena el trino estridente de un mirlo enamorado. Vive en algún rincón del patio de mi manzana, y su voz caracolea desde finales de primavera en un esfuerzo interminable por seducir a una pareja que se le resiste. Le siguen los silbidos primero crecientes, luego menguantes, de las golondrinas que se lanzan en picado para después remontar el vuelo. El coro lo completa el zureo de las palomas, que sólo es interrumpido por el telediario de TVE internacional, con el que una vecina de potente televisor me despierta cada mañana a las siete y quince minutos. Placeres del verano.

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