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Columna
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Somos contradictorios

Hubo 14 muertos en el mar de Alborán en la madrugada del lunes pasado, a unas 60 millas de Motril, a menos de 100 kilómetros de donde vivo ahora un poco por casualidad. Habían salido el sábado de Marruecos, con 23 compañeros más a bordo de una zódiac. La suerte es así: dos días después, el miércoles, a ocho millas de Motril, fueron rescatados sin bajas 74 viajeros, detectados por las cámaras de vigilancia. Y, el mismo miércoles, 27 millas al sur de Almería, tres guardias civiles salvaban a 33 náufragos de otra lancha neumática de 6 por 2 metros y con el motor roto. Hubo otros quince muertos. El aviso a la Guardia Civil procedió de dos veleros que se entrenaban para la Vuelta al Mundo, dos barcos de alta tecnología, del equipo Telefónica, con tripulación internacional. Juan Morenilla los describía el viernes en este periódico: "Ultramodernos, de 14 toneladas, altos como un edificio de 12 pisos y de 21 metros de eslora".

Los navegantes de los veleros se admiraban de que en "zona de mucho tráfico mercante" nadie hiciera caso a los náufragos a la deriva, e inmediatamente pensamos que los humanos somos crueles. Pero no es que los marineros no tengan piedad: es que han aprendido de la historia reciente del Mediterráneo, uno de los mares más sucios del mundo. El verano pasado, casi por estas mismas fechas, los pescadores de quisquillas del Nuestra Madre Loreto recogieron a 26 africanos entre Malta y Libia, y, en busca de auxilio, fueron rechazados en Trípoli y La Valletta. Un año antes, el Francisco y Catalina, salvó a 51 náufragos al sur de Malta y no encontró puerto que los acogiera. Y, en mayo de 2007, el remolcador Montfalcó y su transporte de nasas llenas de atunes vivos fue rechazado en Libia y Malta porque cobijaba a 26 náufragos africanos. "La situación es desesperada. Los tripulantes se sienten abandonados", dijo entonces un marinero. Las autoridades maltesas respondieron: "Hacemos lo que tenemos que hacer".

Los supervivientes del desastre de Almería parecen proceder de Gambia, Angola y Kenia, África de costa a costa, de poniente a levante: de la mínima y miserable Gambia, sobre el Atlántico, a Kenia, sobre el Océano Índico, propicia a los enfrentamientos que crea la pobreza. Angola es rica en diamantes, es decir, en guerras y ejércitos privados pendientes de las concesiones mineras.

Los viajeros han recorrido un trayecto muy largo hasta llegar al norte de Marruecos, donde pagaron pasajes de 1.200 euros para un viaje de 200 kilómetros con un motor desfalleciente, escaso de gasolina, y sin nadie que manejara el timón. Debían de sufrir un nivel de desesperación altísimo, hasta el punto de asumir la responsabilidad de viajar con sus hijos muy pequeños, a los que pondrían en peligro para salvarlos de una vida indigna, invivible.

Sarkozy, presidente semestral de la Unión Europea, habla de catástrofe. Zapatero, de "drama terrible, casi insoportable". "Una vergüenza", dijo Chaves. Tienen razón los tres. Ali Bensaad, geógrafo argelino, especialista en migraciones subsaharianas, proponía a Europa el otro día en Le Monde "gestionar el Mediterráneo como un espacio humano común", como una zona de desarrollo equiparable a la Europa del Este. Pero la procedencia de los náufragos de Almería sugiere que el espacio común abarcaría África entera, y las tradicionales ayudas a África desde Occidente a mí me invitan fatalmente a pensar en limosnas o en el modelo angoleño, en el saqueo violento o promotor de la violencia, en tráfico de armas, dinero, diamantes y petróleo.

Ahora, como explica Ali Bensaad, la Unión Europea intenta llevar sus fronteras al norte de África, pagando a los países implicados en el control. Bensaad cree que la obsesión vigilante de Europa acentúa los efectos perversos de las migraciones ilegales: las provoca y las estimula, aumenta el peligro de los itinerarios y el número de muertos.

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