La berza y la 'coca-cola'
Antonio Ferres acude cada día a la cafetería de El Corte Inglés de la Castellana, a tiro de piedra de su casa, en la calle de Cicerón. Rodeado de torres de oficinas, el lugar es un buen observatorio del barullo de la ciudad en la que nació hace 74 años. Este Madrid, con todo, es muy distinto de, como dice él mismo, "la ciudad destruida que llevo dentro", la que resistió durante la Guerra Civil, la que luego recibió, recuerda, al conde Ciano, el yerno de Mussolini, brazo en alto durante una visita que se celebró con el fusilamiento diario de 150 presos republicanos.
Max Aub, amigo de Ferres en el exilio mexicano del primero, dijo de éste que era una tertulia andante, y se nota que le gusta la vida de café-bar. Conoce por su nombre a los camareros que le sirven las coca-colas y comenta con ellos los últimos avatares de una vida que transcurre aquí a diario y, una vez por semana, en el café Gijón. No es extraño que en sus descarnadas Memorias de un hombre perdido (Debate), que Ferres publicó hace seis años, ocuparan un espacio decisivo las tertulias que en los años cincuenta se instalaron primero en el café La Estación y, más tarde, en el Pelayo. Por allí pasaron Gabriel Celaya, Alfonso Sastre, Ángel González y José Manuel Caballero Bonald, aunque entre sus próximos se contaban, sobre todo, Juan Eduardo Zúñiga, Armando López Salinas y Jesús López Pacheco. A Antonio Bernabéu, miembro de aquel mismo grupo de niños de la guerra convertidos al compromiso político, se le ocurrió referirse a ellos como "escritores de la berza" y hasta hoy dura el sambenito. "Empezó como una cosa de amigos", recuerda Ferres, "y terminó convirtiéndose en arma arrojadiza. Como éste es un país de chorizo frito, si eres vegetariano es que eres maricón. Lo mismo pasa en literatura. Te ponen una etiqueta, ven tu nombre y salta el prejuicio".
Dentro de una generación que llamaron sociológica por no llamarla abiertamente socialista, él vivió su momento de gloria en 1959. Ese año Destino publicó su primera novela La piqueta, finalista del Premio Nadal -que ganó Ana María Matute con Primera memoria- y convertido pronto en un clásico de la literatura de posguerra. Hoy su autor lo define como "realista pero no costumbrista". El libro -reeditado por Viamonte- relata la historia de amor de dos jóvenes de Jaén que se van a vivir a un barrio de Madrid y lleva una cita de Antón Chéjov: "No son seis pasos de tierra los que precisa el hombre, sino el globo terrestre entero y la naturaleza en su plenitud". "Uno no pone una cita así en una obra costumbrista", insiste Ferres. A La piqueta le siguieron novelas como Con las manos vacías (basada en los hechos que Pilar Miró convertiría en la película El crimen de Cuenca y que, para muchos, es su obra maestra) o Los vencidos, prohibida por la censura y sólo publicada en España hace tres años. La rescató la editorial Gadir, que se ha propuesto recuperar cabalmente la obra de Antonio Ferres. Dentro de esa obra hay libros de viajes (Tierra de olivos, Caminando por Las Hurdes), de poesía (La inmensa llanura no creada, La desolada llanura) y una larga decena de novelas de vario pelaje, incluida alguna "lisérgica y californiana". Pese a todo, los manuales se resisten a sacar a su autor de la inefable plantación de berzas, por mucho que la influencia de Faulkner le llevara en su día a ser conocido en los círculos literarios como Ferrelkner.
Buena muestra de la variedad de registros de Antonio Ferres es El caballo y el hombre y otros relatos, el libro de relatos que acaba de publicar. En sus páginas conviven el tono metafísico a lo Buzzati, el realismo de ambientación estadounidense, la indagación en fenómenos como el terrorismo etarra y hasta la ciencia-ficción. El volumen recoge también por primera vez en libro Cine de barrio, el cuento que le valió en 1954 el entonces prestigioso Premio Sésamo. Ferres recuerda aquel tiempo como "los años del despiste, que era casi peor que el miedo". La toma de conciencia y las circunstancias le llevaron primero al PCE (y, de paso, a la Unión Soviética) y luego, durante décadas, a Estados Unidos. "Me fui por hambre", recuerda. No le importó cumplir con los dadaístas requisitos de entrada en el país: negar que había pertenecido al partido comunista y comprometerse a no atentar contra el presidente norteamericano. Terminó como catedrático de literatura en Illinois. En España había estudiado Ingeniería: "Aquí la burocracia lo hubiera hecho imposible. Hoy sería imposible. Al hablar de América, Jaime Salinas y yo siempre hacíamos la misma broma: invéntate algo, que será verdad".
En su etapa americana escribió alguna novela nacida de experiencias con el LSD como La vorágine automática, pero su gran experiencia, admite, fue conocer a Doris, una alumna suya a la que todavía recuerda con los ojos perdidos en la lejanía: "Era una de las personas más inteligentes que he conocido. Antes de enrolarse en el Peace Corp, que trabajaba en América Latina, se había educado en una comunidad religiosa integrista. Le habían enseñado que todo era pecado: ir al cine, por supuesto, pero también dormir con los brazos fuera de la cama. Eso también es Estados Unidos". Doris volvió de Colombia y apareció en un psiquiátrico: "En el aeropuerto se dio cuenta de que volvía de la nada a la nada". Hoy es monja budista. "Ojalá sea feliz", concluye Ferres. Y añade: "Me gustaría verla... pero ya no voy".
Con Doris volvió a España el escritor en 1976. Franco había muerto y él tenía un año sabático. Ella no tardó en volverse, desengañada. "Dicen que los españoles se dan del todo, y no conozco gente más introvertida", se quejaba. Antonio Ferres también se volvió. El desencanto llegó con la Transición política, "un pacto entre dos fuerzas que no eran democráticas, los falangistas y los comunistas". Una vez jubilado, el novelista volvió del todo y se refugió en la poesía y el cuento. Su particular alternativa a los dos antiguos bloques de la guerra fría. Ahora anda metido en una larga novela sobre la posguerra española que, afirma, "tal vez sea demasiado dura". No sabe si la terminará. Cuando publicó aquellas Memorias de un hombre perdido, que desembocaban fragmentariamente en 1983, anunció el título de la continuación, Memorias de un tiempo maldito. Ahora dice que no las escribirá: "No quiero meterme en líos".
Antonio Ferres. El caballo y el hombre y otros relatos. Gadir. Madrid, 2008. 168 páginas. 17 euros.
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