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Columna
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Morir en el Estrecho

El Merendero de Papa O parece hoy un mercadillo ambulante. En pocos minutos, han pasado sucesivamente cuatro hombres negros: uno vende relojes; otro DVD; otro más, gafas y bolsos y el cuarto sombreros. La mayor parte de los productos que ofrecen son falsificaciones y copias piratas.

Mientras Pedro prepara espetos de sardinas para los turistas, una pareja de rumanos aterriza en el chiringuito. Uno toca el acordeón, el otro la pandereta. Encadenan viejas melodías, La comparsita, Amapola. Luego, los rumanos pasan la gorra.

En paralelo, la línea de la playa de la Cala de Mijas es recorrida por marroquíes cargados de velos, pareos y blusas. Mi amigo Mohamed lleva varios años haciendo este camino bajo el implacable sol del mediodía. Al otro lado de la línea del horizonte, en una remota aldea marroquí, aguardan su mujer y sus cinco hijos.

Los cuatro negros, los rumanos del acordeón, los marroquíes con sus telas son a pesar de todo afortunados. Ellos escaparon del hambre y encontraron refugio en trabajos que ningún español quiere y que a duras penas les da para malvivir y mandar unos euros a sus familiares, tan lejanos.

Peor destino han tenido catorce subsaharianos que han desaparecido tragados por el mar a pocos kilómetros de aquí, en Motril. La noticia de la tragedia, una más, llega al chiringuito cuando el trasiego de vendedores inmigrantes es mayor. Ellos aún no la conocen. Pero cuando finalicen extenuados su larga jornada laboral, después de horas y horas caminando por la arena bajo este sol de justicia, seguro que la comentan en grupo. Alguno se preguntará: ¿ha merecido la pena?

Hace unos días, embarqué en Algeciras, en el euroferry Atlántica, con destino a Tánger. El barco apenas si lleva pasajeros. El grueso de la Operación Estrecho está por llegar. Apoyado en la barandilla de la cubierta de popa, veo alejarse la costa española. Tarifa, Algeciras, el Peñón van quedando desdibujados por la neblina. Pienso en los millones de africanos que intentan cruzar el Estrecho. En contra de lo que dijo en su día el inefable Mayor Oreja, no llegan a Europa por el efecto llamada. Prefiero, porque es más exacta, la definición de otro ministro del Interior, Pérez Rubalcaba: llegan por el efecto huida. Huyen del hambre y la violencia de sus pueblos.

¿Cómo no van a huir? El 41% de la población africana vive con menos de un euro al día. Sus hijos mueren en una proporción diez, doce, catorce veces mayor que en Europa: 168 niños de cada 1.000, fallecen en el África subsahariana antes de cumplir cinco años.

La tragedia de Motril se ha llevado la vida de 14 personas: nueve hombres, cuatro mujeres y un niño. Uno de los 23 supervivientes, un negro fuerte, llora desconsolado y cuenta a los voluntarios de la Cruz Roja que ha perdido en el naufragio de la patera a su esposa, a su hijo y a un hermano. Pero este hombre negro debía estar tan desesperado que, aún sabiendo el peligro que corría, se echó a la mar con su familia, todo lo que tenía, en una endeble balsa neumática.

Pensaba encontrar aquí el paraíso. Pero le aguardan malas noticias: la crisis económica también azota a Europa, a España, a Andalucía. Ayer mismo, sabíamos que los 7.000 jornaleros inmigrantes que encontraron faena en la recogida de la aceituna el pasado año en Jaén, se quedarán este año en la décima parte, 700. Los parados españoles que antes rechazaban esta dura tarea, deberán aceptarla ahora. Las hipotecas pesan demasiado. La construcción es un desastre.

Y lo peor está por llegar. Más de cuatro millones de inmigrantes en España, de ellos 526.942 en Andalucía, serán los que más sufran la crisis.

En el privilegiado balcón natural del mítico Café Hafa de Tánger, docenas de chavales se sientan al atardecer y clavan su mirada en el horizonte. Ahí, en esas siluetas rocosas, comienza Europa. Y sueñan con cruzar el Estrecho.

¿Para qué? ¿Para vender DVD pirata y relojes en chiringuitos como el de Papa O?

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