Ingrid
En la vida hay que tener una gran presencia de ánimo para escuchar lugares comunes que son de una mezquindad inaudita. Estos oídos escucharon, en los años más duros de la fatwa que Jomeini lanzó contra Salman Rushdie, a un idiota decir: "¡Anda que el tío no va a vender libros ahora a cuento de la fatwa dichosa!". El colmo de la malevolencia es la afirmación, más repetida de lo que tal vez ustedes pudieran sospechar, de que la obra de García Lorca obtuvo el reconocimiento internacional que hoy tiene gracias a que fue asesinado. Estos comentarios nacen de una maldad extraña. Si existiera una lógica de lo perverso podríamos entender que se atacara a quien tiene éxito pero, ¿por qué esa necesidad de ser mezquinos también con los que sufren? Hablo en plural por lo que de común tiene esta reacción a la desgracia: el ser humano, si no puede moldear a las víctimas a su antojo, desconfía de ellas por sistema. Aun podríamos añadir algo psicológicamente más retorcido: la envidia sigue caminos muy oscuros y hay quien siente envidia por ese reconocimiento que obtienen las víctimas, que no está, como es lógico, al alcance de cualquiera. Cuando Ingrid Betancourt fue liberada y expuesta a los ojos del mundo con un aspecto no terminal, intuí que los comentarios degenerarían de la admiración a la sospecha; lo mismo cuando, dueña al fin de sí misma, se ha expresado y ha viajado según sus deseos. A una persona que ha pasado seis años en la selva, atada a una cadena, se le reprocha tener buen aspecto físico (¿pero no dijo que se estaba muriendo?), mostrar la voluntad de intervenir en el futuro de su país y no ser prolija en detalles escabrosos. Visto lo que hay, sería de gran utilidad que alguien escribiera el Manual del Perfecto Liberado, para que los interesados se lo fueran leyendo en el helicóptero, en el mismo camino hacia su libertad.
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