Perfil de un hotel con solera
La Compañía del Ritz, impulsada por Alfonso XIII, se hace centenaria
El centenario de la creación de la sociedad que ideó el hotel Ritz de Madrid, celebrado esta semana, permite evocar uno de los iconos de la hostelería continental. Hoy cuenta con 280 empleados para 167 habitaciones.
Su estampa de seis plantas de blanco luminoso, coronadas por dos torreones de mansardas negras, proyectada por los arquitectos Charles Mewes y Luis de Landecho, se mantiene inalterada hasta hoy sobre el paseo. Ahí, mirando a la fuente de Neptuno, el hotel madrileño conserva un jardín único, céntrico remanso sobre cuyo futuro surgen dudas, con la remodelación en ciernes del eje Prado-Recoletos. El arquitecto Juan Miguel Hernández de León, del equipo Trajineros que diseñó el plan, asegura: "El jardín se conservará íntegro y las aceras de Neptuno, por esa zona, se agrandarán. El tráfico se verá el 30% en ese área".
Mientras tal trance se resuelve, el Ritz rememora su historia, que el escritor suizo Andreas Augustin, junto con Thomas Cane, han relatado en un libro conmemorativo. El esquema de hotel ideado por el suizo César Ritz (1850-1918), basado en satisfacer -con lujo suntuario y atención personalizada- la autoestima de las clases señoriales europeas, hallaba en España suelo fértil para su anclaje, dada la exquisitez con la que la nobleza y la alta burguesía, en acelerada competencia, gustaban revestirse. Bajo el impulso del rey Alfonso XIII, un 28 de junio de 1906 nació la Compañía de Desarrollo de Ritz.
La inauguración oficial de las 200 habitaciones, a precios desde siete pesetas, y a 20 pesetas la pensión completa, fue el 2 de octubre de 1910. Hoy superan los 4.000 euros en la categoría más alta. En su ajuar figuraban 20.000 piezas de vajilla de Limoges, 15.000 cubiertos de plata de Goldsmith, mantelerías irlandesa, cretonas, sedas, rasos y hasta dos kilómetros de alfombras de la Real Fábrica de Tapices. Hoy dispone de 12.000 copas, 1.000 por cada uno de los 12 tipos existentes.
La atención directa al cliente aprovechaba la cultura de la hospitalidad acuñada en España gracias a la herencia árabe. Ni toreros ni artistas solían alojarse en el Ritz, por pautas no escritas. Éstas causarían más de un disgusto a clientes y empleados, sobre todo a las mujeres, a quienes se impedía lucir pantalones. La prohibición terminó cuando dos damas, que los llevaban bajo sendos visones, tras ser invitadas a salir por llevar tal atuendo, se los quitaron y regresaron sin ellos a la sala donde estaban.
Con el tiempo, el Ritz sería reflejo de la realeza y de la clase dirigente española y forastera visitante, con sagas como los Maura, Canalejas, Dato y Primo de Rivera como asiduos huéspedes. Y ello salvo en el comienzo de la Guerra Civil, en que el hotel fue transformado en hospital de sangre destinado a la Federación Anarquista Aragonesa. A una de sus suites fue conducido Buenaventura Durruti, herido de muerte en la Ciudad Universitaria, cuando se le disparó sobre la femoral una pistola ametralladora sin amartillar que el líder anarquista estrenaba el 7 de noviembre de 1936.
Durante la posguerra, el Ritz fue de los pocos establecimientos hoteleros que, con el Palace, pudo eludir el cambio de su nombre comercial a "la lengua del Imperio" impuesto a todos los establecimientos por el franquismo.
Tras la conquista de París por el Ejército alemán, un alto empleado del Ritz, de apellido Hauber y residente en la zona de Serrano, se presentó en su puesto uniformado con arreos de los oficiales nazis. "Fue inmediatamente despedido", dice un testigo.
"La actriz Grace Kelly, cuando se casó con el príncipe Rainiero de Mónaco, me confesó: 'Fíjate, he tenido que hacerme princesa para poder hospedarme aquí", cuenta el periodista Antonio D. Olano, que frecuenta el hotel.
Fervor especial por este hotel tuvieron el príncipe Juan Carlos de Borbón; el negus de Etiopía, Haile Selassie; Hussein de Jordania; la argentina Eva Perón; los duques de Windsor y el escritor -y espía- Somerset Maugham.
Hoy no es difícil ver a un varón con pantalones cortos cruzar el umbral; nadie puede evitar que las miradas de sus educados conserjes se claven en sus peludas piernas. Tics, quizá, de un pasado de discreción y rigor.
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