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Columna
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Ajuar funerario

Se podría insistir en que, como los viejos rockeros, los viejos maltratadores nunca mueren, pero mejor no incurrir en ese humor negrísimo y limitarse a señalar la evidencia de que la violencia de género no tiene edad. Lo mismo es asesinada una anciana por su marido igual de mayor que un menor de edad es detenido por agredir y amenazar con clavarle un cuchillo a su novia, también adolescente. Y entre esos dos extremos, agresores y víctimas de todas las edades. Y si desespera constatar que la violencia machista no caduca ni con el envejecimiento, comprobar que sigue renovándose generacionalmente estremece, pero, por desgracia, así es. Los datos oficiales dicen que en Euskadi más de un tercio de las denuncias por malos tratos las interponen mujeres menores de 30 años. Y el último informe del Instituto de la Juventud establece que las ideas machistas persisten entre adolescentes y veinteañeros: la friolera del 20% de los jóvenes españoles cree es bueno que la mujer trabaje menos o no trabaje para ocuparse de la casa y de los hijos, y cerca del 50% considera que una mujer que trabaja no puede tener con sus hijos una relación de tanta calidad como la que no trabaja. Es evidente, pues, que algo no se está haciendo como es debido.

La causa por la igualdad real de las mujeres no es un avanzar constante, sino una ruta plagada de baches

Tomo prestado el título para esta columna del estupendo libro de microrrelatos de Fernando Iwasaki, porque esas dos palabras remiten de inmediato a la realidad más sangrienta del terrorismo doméstico: lo que empieza en boda acaba en funeral. Y también, sutilmente, a otra contradicción mortal. Ajuar, aplicado al matrimonio, suena a antiguo, a práctica ya definitivamente superada. Y, sin embargo, en las cuestiones de género la superación nunca es definitiva. La causa por la igualdad real de las mujeres no es un avanzar constante y sin retrocesos, sino una ruta plagada de obstáculos, baches, tramos sin acondicionar e infinitos desvíos. A lo que hay que añadir que a esa ruta se le aplica un código de circulación que infinidad de usuarios desconocen, incumplen o directamente desprecian.

Y habrá muchas razones que expliquen la renovación generacional de los códigos y las violencias machistas, pero la principal me parece la contradicción. La causa por la libertad femenina y su representación están minadas de contradicciones, de contra-mensajes, de infracciones de la teoría en la práctica diaria. Se trata de contradicciones tan flagrantes y sangrantes -y me van a permitir que finalmente sucumba no al humor, sino a la negritud- como la que supondría en un medio de comunicación que un reportaje de condena del terrorismo fuera seguido de una publicidad alentadora de la fabricación casera de artefactos explosivos. Pues algo así pasa en la práctica social y mediática con los asuntos de género: no sólo que hay declaraciones de amor que pretenden convivir con los partes médicos de lesiones, sino que las proclamaciones de derechos conviven con la discriminación (salarial por ejemplo); los reportajes periodísticos de denuncia de la violencia de género comparten espacio con los anuncios de contactos que son, como mínimo, de apología del machismo y las relaciones de poder. Y los programas educativos destinados a corregir el sexismo desde la infancia se ven, más que contradichos, ridiculizados por una publicidad que a los niños les transmite la asertividad y la ambición de convertirse en los amos del mundo, y a las niñas les contagia, con un acompañamiento de musiquitas y voces melifluas, el deseo del maquillaje y del cuidado del bebé o la mascota. Y así nos va.

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