¿Del grifo o en botella?
Desde tiempo inmemorial el agua ha venido simbolizando la virtud, la esencia de la que nacen todas las formas, el elemento catártico que provoca el renacimiento, bautiza, limpia y regenera por dentro y por fuera a quien entra en contacto con él. Paradójicamente, este sencillo elemento se ha transformado en el catalizador de las inquietudes más elitistas de nuestros paladares. Empujados por el ansia de nuevas experiencias emocionales, buscamos saborear "lo mejor". Y ahí está el hábil ojo del mercado para averiguar de qué se trata en cada momento y servírnoslo en bandeja de plata.
Por eso estamos dispuestos a pagar hasta cinco mil veces más por unas botellas provenientes de los lugares más exóticos del planeta que, revestidas de exclusividad y exquisito diseño, albergan en su interior muestras de agua de lluvia de lejanas selvas, milenarios manantiales protegidos, acuíferos subterráneos procedentes de recónditas islas o del deshielo de glaciares filtrados durante décadas a través de las montañas.
La magia se desvanece cuando al leer los estudios realizados a este respecto comprobamos que en la mayoría de los casos el agua embotellada no es más limpia ni mejor que el agua normal que circula por las cañerías; de hecho se estima que un 25% o más del agua en el mercado es simplemente agua del grifo etiquetada. Las voces más alarmadas, como la del ministro británico de Medio Ambiente Phil Woolas, indican que además de ensueños purpúreos este producto deja montañas de residuos: un litro de agua envasada genera 300 veces más CO2 que la misma cantidad obtenida del grifo, debido al proceso de producción, embotellado y transporte que implica.
En un simple trago de agua pueden viajar tanto nuestros anhelos e inquietudes como nuestra codicia y nuestras contradicciones.
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