Klaus Michael Grüber, poeta de la dirección escénica
Se rodeaba siempre de pintores para las escenografías
"Se ha ido uno de los últimos poetas de la dirección de escena", manifestaba con dolor y admiración Lluís Pasqual al recibir la noticia de la muerte de Grüber. Se estaba celebrando un homenaje a Giorgio Strehler en el Festival Mozart de A Coruña y las primeras palabras, los primeros gestos de admiración fueron para Grüber. No en vano fue asistente de Strehler en sus años de juventud en el Piccolo de Milán, y en gran medida incorporó a su manera de dirigir la importancia fundamental de la dirección de actores, las reivindicaciones por un teatro humano en la órbita de su maestro italiano. Sí, era un poeta y hasta su muerte tuvo resonancias teatrales: en la noche de San Juan, con las hogueras de la tradición renovando un mensaje por encima de todo teatral.
Klaus Michael Grüber tenía 67 años. Su formación y experiencias tempranas tuvieron lugar en el teatro de prosa: en la Schaubühne de Berlín, en el Festival de Otoño de París, además de en el Piccolo de Milán. Adquirieron justa fama sus visiones escénicas de autores como Brecht, Racine, Goethe, Chéjov, Shakespeare, Búchner, Broch, Kleist, Genet, Lenz o Nabokov. Era una persona frágil, sensible, poco amigo de los fastos sociales. La ópera le fascinaba y a ella dedicó los mayores esfuerzos en las últimas décadas de su vida. Se rodeaba siempre de pintores para las escenografías: Eduardo Arroyo y Gilles Aillaud, por encima de todos, pero también Titina Maselli, con quien realizó un imaginativo Retablo de Maese Pedro, de Falla, y un fantástico El zorro, de Stravinski. Fue después de estas lecturas en Viena, con Pierre Boulez, la única vez que pude hablar personalmente con él y se mostró con una ternura, una cultura y una sensibilidad que me impresionaron.
Con Eduardo Arroyo realizó trabajos que se han incorporado a la memoria colectiva de la ópera: una Aida, con Riccardo Chailly, en Ámsterdam de desbordante sentido del humor; unos pictóricos Tristán e Isolda y Desde la casa de los muertos, con Claudio Abbado, en Salzburgo; un personalísimo Boris Godunov, con Kazushi Ono, en Bruselas y, posteriormente, en Madrid con López Cobos; un profundo Don Giovanni, con Hans Zender, en la Ruhrgebiet; una epatante Valkiria, con Solti, en París. Con Aillaud saltan de inmediato a la memoria, a modo de ejemplo, la evocadora La coronación de Popea, con Minkowski, en Aix-en-Provence o el sugerente Pierrot lunaire, con Boulez, en Viena. Con Grüber se va, en efecto, una forma de hacer teatro y ópera. Transparente, con sentido de la libertad, creativa, bella. En España iba a dirigir el próximo otoño en el teatro de la Zarzuela una ópera de Sciarrino que para el verano estaba anunciada en Salzburgo. La muerte le ha sorprendido en Belle-Ile-en-Mer, en el noroeste de Francia. Había nacido en el sur de Alemania. Pero, como hombre de teatro integral, su patria era el mundo. Le vamos a echar de menos mucho más de lo que imaginamos.
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