El niño y el tigre
No sé en qué momento empezó a irse todo al carajo. Éramos nómadas, salíamos de caza en las noches de luna, amábamos el misterio del fuego y las tormentas y Charlton Heston gritaba "¡Malditooos!" en una playa de El Planeta de los simios. Eran otros tiempos.
Después nos apoltronamos en el sofá de casa, echamos raíces y de aquí no nos mueve ni Dios. Eso es al menos lo que dicen las últimas estadísticas. Los españoles nos hemos convertido en gente con el culo literalmente pegado al asiento. En cuestiones de sedentarismo solo nos ganan las almejas cautivas y el mejillón cebra: preferimos cambiar de sexo antes que mudarnos de ciudad y mucho menos de país; para nosotros el mundo se acaba a la vuelta de la esquina; nuestra resistencia a aprender nuevos idiomas solo es superada por los esquimales y los indios Yanomami; no hay quien nos saque de la casa familiar hasta cumplidos los treinta, después pasamos por un período de madurez atados de pies y manos al palo de la hipoteca, para no sucumbir como Ulises a los cantos de las sirenas, ya saben: el mundo, los sueños, la aventura... Y cuando por fin nos libramos del fisco con más de 50 tacos, nadie está ya para demasiados trotes. No vamos a ninguna parte, porque como en casa no se está en ningún sitio. Lo nuestro es espíritu épico y lo demás son hostias. Visto el panorama, lo extraño es que la evolución genética no haya dado todavía el salto cuantitativo a embarazos más largos. Frente a los nueve meses de gestación, no estaría mal un par de añitos dentro del útero materno, como los elefantes, para adaptarnos a ser embriones de por vida. Así se aprende a bostezar.
En alguna noche de insomnio el hombre de Atapuerca descubrió las ventajas del refugio seguro, la sopa casera, las habilidades de un cuñado manitas para afilar el hacha de sílex o tapar una gotera. Después vinieron los bailes típicos, el folclore tradicional y las agencias de seguros. Y ahí se jodió el Perú, Zabalita. Hubo otros tiempos heroicos, claro. Pocos, pero los hubo. Tiempos en que los hombres se exponían a las inclemencias del cielo, de noche y de día, y a pie o a caballo medían toda la tierra con sus propios pasos: aventureros o emigrantes que se buscaban la vida donde podían. Garcilaso, Bernal Díaz del Castillo o el capitán Alonso de Contreras que al amanecer del día de la Concepción frente a la costa de Alejandría y ante la inminencia de la batalla, mandó que todos los heridos subieran a cubierta. "Caballeros", dijo con un brazo en alto, "a cenar con Cristo o a Constantinopla". Eran gente de otra estirpe. Paraban, templaban y mandaban. Ahora el modelo ha pasado a ser un funcionario autonómico con muchos sexenios.
De niña me gustaban los cómics de Corto maltés por sus mapas de lejanías. Hace poco, siguiendo las recomendaciones de Enric González, encontré un viejo tebeo de Bill Watterson, una tira breve de un crío de seis años llamado Calvin y su tigre de peluche, Hobbes. En la última viñeta se ve un paisaje nevado en el que se distingue a lo lejos una línea de huellas refulgiendo como un sendero de plata: "Éste es un mundo mágico, Hobbes, viejo amigo...", dice el niño asomado a la ventana, "¡Vamos a explorarlo!".
En Delos hay un mosaico del siglo IV a. C. en el que aparece un niño cabalgando un tigre. No sé si Watterson llegó a contemplarlo alguna vez, pero consuela saber que esta ahí, guardando su misterio para quienes lo quieran entender.
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