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Columna
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El tamaño importa

El tamaño (de las ciudades) importa, mucho. Cada día más. Podemos imaginar que el gran lujo comienza a ser el vivir en un lugar de dimensiones humanas. No es novedad: Hans Magnus Enzesberger predijo en uno de sus estupendos libros de los años noventa que el mayor bienestar consistiría en disponer de amplio espacio en un bello entorno natural, con agua limpia, silencio y aire puro. Sólo los muy privilegiados alcanzan este ideal que protegen con un ejército de guardaespaldas: el resto ha de conformarse con apiñarse (o aislarse) en bloques de cemento a los que se accede a través del asfalto y vive pendiente de si al abrir el grifo habrá, o no, agua, o si el interruptor dará, o no, luz, electricidad, ese milagro que da vida a los extraordinarios electrodomésticos que acompañan hoy a los individuos.

En Barcelona estamos a tiempo de mantener la dimensión humana, pero entendida como un valor real

Los aspirantes a los nuevos lujos ecológicos -hablo de nuestro no menos privilegiado océano de clase media- somos nosotros mismos: una inmensidad de barceloneses. Otros, no pocos, en esta cultura de ciudad de cemento armado y contaminación, obviamente, ni siquiera están pendientes del agua o de la luz porque su prioridad es sobrevivir.

En todas las ciudades del mundo -grandes, pequeñas o medianas- existen estos tres grandes grupos sociales: los muy privilegiados, los que van tirando como pueden y aquellos que sobreviven bajo un cartón. Sucede que quienes marcan la vida de esas ciudades, y quienes les otorgan su bien más preciado que es la vida cotidiana, son los de en medio: los muy ricos suelen estar ocupados ganando más dinero o respirando aire puro y a los muy pobres sólo les queda energía para resistir la decrepitud. El océano de clase media que tira de la vida ciudadana -también en Barcelona- tiene claro ahora mismo que viviría mejor sin tanto cemento, sin ruido ni contaminación: se confirma, por tanto, esa descripción del lujo como tranquilidad, silencio, y belleza intocada. En busca de ese ideal, muchos indagan los fines de semana y fantasean durante las vacaciones.

La ciudad, además, ya no es lo que fue: un punto de encuentro, intercambio y comunicación. Hoy es, sobre todo, un lugar de trabajo, de estrés, de prisas y de competencia. Las increíbles tecnologías de comunicación permiten al presunto ermitaño de un pueblo perdido situarse en el centro del mundo: Internet ha hecho el milagro. Y, lógicamente, en el espíritu del tiempo, la ciudad ha tenido que reconvertirse: hoy, para digerir el cemento hay que transformarlo en espectáculo. El turismo, paradójicamente, es el gran negocio de las ciudades, no sus ciudadanos.

Así las cosas, el tamaño de la ciudad resulta decisivo a todos los efectos. El gigantismo urbano, ese modelo que está desarrollando, por ejemplo, Madrid según la moda de Dubai y en competición con Pekín, sólo garantiza el espectáculo de lo desmesurado que tanto gusta al nuevo rico, distinguible por su estética mafiosa. En ese caso se confunde lo descomunal con el cosmopolitismo: un error revelador. Hay otro error peor: el quiero y no puedo. En Barcelona lo conocemos bien. Ahí está la Sagrada Familia, un clásico, o ese proyecto mastodóntico que amanece en la Barceloneta y todos los intentos por competir en lo excesivo y en lo nunca visto. ¿A quién le gustaría vivir, por no ir más lejos, en la Expo de Zaragoza?

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La tentación de lo monstruoso en el paisaje de una ciudad es doble: habla de lo macro y de lo micro, de lo desmesurado y de lo inexistente, de lo grandilocuente y de lo insignificante. A menudo lo que más se jalea es la ignorancia con pretensiones, la nada convertida en símbolo de lo extraordinario. El urbanismo revela la talla de quienes lo producen, los desnuda como ignorantes, o no, de la verdadera dimensión de lo humano cuando se rinden al espectáculo de lo minúsculo, de lo mastodóntico o de lo pretencioso. Ahí es donde el tamaño importa: el gran lujo del equilibrio del hombre y la naturaleza es justo lo contrario del freakismo urbano. En Barcelona estamos a tiempo de mantener la dimensión humana, pero hace falta considerarlo como un valor real y que abandonemos la nefasta tendencia a épater le bourgeois. Pasan las generaciones y no aprendemos lo elemental.

m.riviere17@yahoo.es

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