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Columna
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Victoria pírrica

Desde un punto de vista arquitectónico, el edificio triangular que alberga el gran auditorio del Fórum, ya en las lindes de Sant Adrià, no se parece en nada al Palacio de Congresos del Kremlin moscovita. Sin embargo, el pasado sábado, con ocasión del 25º congreso de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), ambos recintos adquirieron una extraña semejanza ambiental, al menos en lo referente a la opacidad informativa y al trato hacia unos medios de comunicación tenidos por genéricamente hostiles o sospechosos. Esquerra, la que se enorgullecía de su transparencia y de su veta libertaria, mantuvo a los periodistas lo más alejados posible del debate congresual, sólo les permitió asomarse al plenario en dos breves momentos -a conveniencia de la organización- y siempre bajo rigurosa vigilancia, y los excluyó durante todo el día de esos pasillos o vestíbulos que, en cualquier asamblea política, bullen de comentarios y rumores. El glorioso partido de Macià y Companys pareció más bien, este 14 de junio, el partido de Mijaíl Suslov, el PCUS de los decrépitos tiempos de Bréznev.

Tras el congreso de ERC hemos sabido que sólo un tercio de los militantes apoyan a Puigcercós

Y tantas grotescas precauciones, ¿para salvaguardar qué tremendos secretos? ¿Los desahogos de la militancia abucheando a los representantes de los demás partidos democráticos, en especial al del PSC, con quien comparten gobierno? ¿Las pequeñas intrigas del aparato, tratando de confundir y manipular a las demás facciones, hasta que le salió el tiro por la culata? ¿El concurso oratorio entre ciertos notables por ver quién invocaba la independencia con mayor fogosidad, como si bastase conjurarla para que llegue?

Digámoslo claro: toda la tensión y toda la expectativa del proceso congresual republicano nacían del deseo de Joan Puigcercós y los suyos de precipitar la liquidación política de Josep Lluís Carod Rovira; sin este factor, que rompió el bloque hegemónico en Esquerra desde 1996 y que nada tiene que ver con la continuidad o no del tripartito, las corrientes críticas de Joan Carretero y Uriel Bertran no habrían adquirido el peso que han llegado a tener. ¿Quieren una prueba de que el gran objetivo era la jubilación anticipada de Carod? Les expondré dos: la llamada enmienda Bokassa, esa burda maniobra puigcercosista para impedir que el de Cambrils pudiese aspirar de nuevo a ser cabeza de cartel por ERC a la Generalitat; y la oposición del aparato, hasta el mismo viernes 13 de junio, a que la rendición de cuentas de Carod como presidente saliente del partido fuese abierta a la prensa, para no darle siquiera ese trampolín mediático. Con este fair play se preparó la batalla...

¿Y cuál ha sido el resultado? Pues que quienes la desencadenaron no han alcanzado ninguno de sus grandes objetivos estratégicos. A mi juicio, Carod Rovira sale del congreso más vivo que nunca: mientras que su informe de gestión -en el que enarboló intactas sus aspiraciones de liderazgo electoral- merecía el 5,9% de votos en contra, el de Puigcercós como secretario general obtuvo el no del 21,5% de los militantes. Por añadidura, la aprobación de una enmienda de los críticos, en virtud de la cual hay que "separar estrictamente los liderazgos del partido de los cargos de gobierno", impedirá a Joan Puigcercós regresar en el futuro al Ejecutivo de Montilla para marcar de cerca de Carod, a no ser que antes renuncie a la presidencia partidaria recién conseguida, lo que no parece probable.

Al menos -han sugerido algunos analistas benévolos-, la formación de una ejecutiva puigcercosista homogénea puede ser la ocasión para disciplinar al partido, para tomar decisiones difíciles e imponerlas de arriba abajo. Los que crean tal cosa olvidan que el ADN de Esquerra Republicana, transversal a todas sus familias, es alérgico al "centralismo democrático" de matriz leninista. Quien ha estado más cerca de inoculárselo es Xavier Vendrell, y los anticuerpos que generó le han valido varias dolorosas derrotas: en Lleida, en 2004, las bases tumbaron su intento de acabar con los congresos abiertos a toda la militancia; en 2008, en el Fórum, le han excluído de la ejecutiva tras ratificarse en el asamblearismo. No, con un apoyo del 37% de los afiliados, y habiendo perdido con claridad en la elección congresual de 31 consejeros nacionales (20 de ellos pertenecen a las tres minorías críticas), los vencedores aritméticos del congreso no se hallan en condiciones políticas de disciplinar nada, a riesgo de desencadenar una implosión.

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Formulémoslo de otro modo: ¿es hoy el liderazgo orgánico y social de Joan Puigcercós más fuerte que hace unos meses? No me lo parece. Antes de la doble cita del 7 y el 14 de junio, se daba por supuesto que el de Ripoll controlaba con holgura el partido, pero los escrutinios han revelado que sólo le sigue un tercio largo de los militantes. En tales circunstancias de fragmentación, un líder que ambiciona legítimamente presidir su país debe mostrarse capaz de integrar bajo su batuta -como el propio Puigcercós había dicho la semana pasada- "todos los acentos y sensibilidades" de ERC, debe exhibir capacidad de consenso y saber situarse au dessus de la mêlée. He aquí otras tantas asignaturas, a día de hoy, pendientes.

¿Significa todo ello que el Gobierno tripartito tiene los días contados? No, pero tampoco un futuro plácido ni previsible. El lunes 9 de junio, frescos todavía los datos del supersábado anterior, un colaborador directo de Puigcercós cubría con humor algo amargo su decepción por los resultados de éste: "¡Esquerra es el Líbano!", exclamó. Sin entrar a discernir quiénes serían los chiítas, quiénes los sunnitas, los maronitas y los drusos, está claro que, como aliado o socio, un Líbano no resulta precisamente cómodo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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