Una relación difícil
La bossa nova y yo mantenemos desde hace mucho una relación difícil, extraña. Podría zanjar muy rápido la cuestión con una barbaridad relativa: si a uno se le presenta un individuo que dice llamarse Vinicius y añade que su cometido en la vida es el de poeta y diplomático, no sólo hay que agarrar la cartera, sino caminar hacia atrás con disimulo para echar a correr en el momento adecuado. "¡Hasta siempre, don Vinicius, estafe usted a otro! ¿Saravah? ¡Sarah Vaughan!". Pero aunque hay algo del recelo anterior en los limosos fondos de mi trauma, los sólidos pilares del rechazo hacia la mayor parte del famoso estilo fluminense se asientan en otra parte. La culpa de todo, como es lógico, la tienen mis padres. A finales de los sesenta, ellos -mi propio padre, mi propia madre- tomaron la decisión un sábado cualquiera de ir a un cine de requeterreestreno a ver el aclamadísimo filme Un hombre y una mujer, ya saben, esa película que no acaba nunca y parece una versión de lujo de Asignatura pendiente. Y decidieron -mi propio padre, mi propia madre- hacerlo con un niño -su propio hijo-. Y el niño estaba harto de aquel rollo al primer rollo, y pataleaba y lloraba amargamente al segundo, santa paciencia la del niño, un niño de los de antes. Y del mismo modo que desde entonces he amado a Ennio Morricone porque era el pellizco, el algo más, a Por un puñado de dólares, a La muerte tenía un precio y a la película que me hubiese gustado que no tuviera final -El bueno, el feo y el malo, por supuesto-, también sufro y me resiento, no sólo contra la bossa nova de verdad, por así decirlo, sino también contra sus mil sucedáneos. Muchos y nada variados sucedáneos, aunque sí longevos, imbatibles. Porque de la cadencia de la bossa llegaron los lánguidos coros femeninos en badabadabá que matricularon durante dos décadas cualquier película vomitiva (o empañaron las eróticas), la música de ascensor, el timo de la música cuadrafónica, aquel soporte llamado "cartucho" que contenía títulos como Música al atardecer, Herb Alpert, Enoch Light, Henri Mancini cuando era sumiso en exceso, Astrud Gilberto -por supuesto-, Rafael Ibarbia, las cien mil versiones de La chica de Ipanema, incluyendo la de El Pescaílla en inglés inventado, sobre todo por los burros que se ríen de ese chispazo genial. Y, ah, esperen: la música de cóctel, Matt Bianco, Sade y el peor revival, el smooth jazz, de la peor década de la música pop, los ochenta.
Sé que hubo cosas muy buenas en la bossa, porque he oído unas cuantas con cierta cautela. Sé también que fue un movimiento importante, pero no es lo mío. Demasiado asténico y, hasta en lo mejor, suena como a forzado, a tristeza impostada. Así que me quedo y me quedaré con Jorge Ben, con lo mejor de los derivados de Tropicalia y rechazaré a tanto "sosiño", que de "sosiños" tendrán, o tendrían, más bien poco.
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