La prudencia y el miedo estéril
Si de mayores temiéramos ensuciarnos la camisa mientras comemos seguiríamos llevando babero. Y, posiblemente, si llevásemos babero toda la vida no aprenderíamos nunca a comer con cuidado. En algunas comidas, algunos comensales se anudan la servilleta al cuello antes de probar la sopa. La diferencia entre el babero de un niño y la servilleta en el cuello de un adulto marca la distancia entre la prudente prevención y el estéril miedo. La prevención ayuda, el miedo bloquea. Hace unos meses visité con mis hijos el colegio al que fui de niña. No voy a contar lo pequeño que se veía todo. Me impresionaron las verjas que habían levantado encima de los antiguos muros y sobre la barandilla de las escaleras. Soy miedosa, pero sentí que ayudaría más a mis hijos indicándoles dónde puede haber peligro que evitando su visión. La superiora comentó que la asociación de padres quería desmontar la cueva, un vestigio romántico del jardín, un escondite bueno para los pequeños y previsible para los de ocho años. Al parecer los padres temían que los niños fumaran dentro. Esto no quiere ser una oda a la imprudencia, sino un alegato a favor de la educación. Si en décadas nunca se cayó nadie, ¿a qué miedo obedecen las vallas? ¿Al de la caída de los niños o al de la denuncia de los padres? ¿Las vallas protegen o ciegan? Si crecemos convencidos de que el mundo es un lugar vallado y seguro, ¿seremos capaces de reconocer un precipicio? En las aldeas suizas las casas están puestas sobre el paisaje sin vallas, de manera que el pequeño jardín privado sumado con el prado del vecino componen un hermoso campo. Esa falta de reparto visual es posible porque la educación, y la tradición, no invitan a la invasión, sino al respeto. No empujan al chismorreo sino a la discreción. Así, cuando viajando vemos un prado verde, sin fragmentar, deberíamos leer cultura y civilización en lugar de desprotección o paisaje virgen. El miedo, diseñado, se camufla de seguridad.
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