El mal ejemplo de los avestruces
Un insigne pensador italiano contemporáneo, Carlo Cipolla, autor de un memorable, breve pero profundo y lúcido, ensayo sobre la estupidez, clasificaba en cuatro grandes apartados a los humanos en función de su contribución a la estupidez en sus comportamientos: los parámetros básicos se situaban en un eje típico de coordenadas. Por un lado, la eventual contribución al interés general. Por otro, su lógico y legítimo interés particular. Y distribuía así a los humanos.
Los mejores, como es natural, sabían compatibilizar el interés general con su interés particular. Perfecto. Otros, más cándidos, aspiraban a satisfacer el interés general aunque fuese a su costa. Unos terceros, los más malvados, buscan su propio interés aunque sea a costa del interés general. Y todos conocemos a unos cuantos. Y, finalmente, definía a los más estúpidos: aquellos que, perjudicando al interés general, se perjudican a sí mismos.
Ante la crisis profunda, dura y duradera, el Gobierno ni sabe ni contesta: el avestruz en estado puro
Bien. Volveremos a Carlo Cipolla. Pero hablemos ahora de avestruces. Es sabido, aunque no sé si es verdad, que se atribuye a los avestruces una característica típica: esconder la cabeza bajo el ala o, incluso bajo tierra, cuando vienen mal dadas. Así, si las contrariedades no se ven, uno puede pensar que no existen. Un placebo. Nada que sirva para resolver los problemas de fondo.
Ante eso, caben diferentes actitudes. Una es pensar, como parece obvio, que el avestruz es estúpido. Es lo que pensaríamos los que pretendemos ser racionales. Pero no todo es tan simple. Algunos creen que debe justificarse la reacción del avestruz. Y que, además, debemos estarle agradecidos. Que nada debe perturbar nuestra autocomplacencia. Que es mejor seguir pensando que todo va bien. Que si el avestruz no quiere ver la realidad es porque la realidad no existe.
Y voy, para hacer honor al título de este artículo, a la simpatía. Si, además, esta percepción de la realidad, o mejor dicho de la irrealidad, se expresa simpáticamente y con una sonrisa permanente, la preocupación se hace todavía mayor y la impresión de estupidez es insuperable.
Todo esto viene a cuento a raíz de la reacción del Gobierno, y en particular de su presidente, a la situación de crisis profunda de la economía española.
Reitero y afirmo: crisis profunda. Dura y duradera. Los datos son incontestables. Y hablo, sobre todo, de España.
Inflación incontrolable (y nada podemos hacer en términos de política monetaria, aunque sí en términos presupuestarios y de reformas estructurales), caída brutal del ritmo de actividad en el primer trimestre (y todo apunta que en el segundo más), conciencia de que no es coyuntural, y de que estamos no sólo ante una crisis inmobiliaria, sino ante una crisis financiera global de alcance todavía incalculable, y ante una crisis desde el lado de la oferta, originada por incrementos inauditos de las materias primas y, singularmente, de las energéticas, y, por consiguiente, estamos ante una crisis larga y profunda. Global, sin duda. Particular, de España, también.
Y me explico. Más allá de las coincidencias y de la acumulación de crisis -inmobiliaria, financiera y de oferta, y, además, global-, debemos analizar situaciones concretas de países concretos.
Y, por ello, el caso de España conviene tenerlo especialmente en cuenta.
España, más allá incluso que Estados Unidos, es el país relevante del mundo con mayor déficit en sus cuentas exteriores. Dudoso honor. Porque eso significa que, durante mucho tiempo, hemos financiado nuestra demanda interna y su extraordinario crecimiento (acompañado, por cierto, de fortísimos crecimientos de empleo no cualificado, absorbido, evidentemente, por los flujos migratorios que han llevado a acoger millones de personas, que, por añadidura, tendremos que gestionar, cuando la economía, cuando ya es el caso, no permita seguir absorbiéndoles), y que, para seguir manteniendo su ritmo de crecimiento, requiere financiación exterior. Hasta hace unos meses, eso era muy sencillo. El sistema bancario y financiero internacional gozaba de liquidez infinita -de hecho, financiaba cualquier cosa-, y los precios del dinero invitaban permanentemente a endeudarse (hablamos de tipos de interés reales negativos). Hoy, la situación ha cambiado drásticamente. Ya no se puede acceder fácilmente a colocar activos financieros que, mediante el ahorro exterior, financien indefinidamente tu propia expansión. Y por eso, el reajuste brutal a la baja de la economía española no debe extrañarnos. Y que el segundo trimestre vaya a ser peor. Y, lo siento, que lo peor está aún por venir.
Y, por eso, la situación en Alemania nada tiene que ver con la nuestra (¡tienen superávit comercial!).
Vuelvo a lo que hay: el Gobierno ni sabe ni contesta. El avestruz en estado puro. Se nos dice que, como es evidente, no tenemos ya ningún margen en términos de política monetaria, de tipos de interés o, por descontado, de tipo de cambio. Bien.
Se nos dice desde el Gobierno que con mediditas tan nefastas como los 400 euros (se dice que atribuibles a Caldera, inefable ministro, pero evidentemente endosables al electoralismo de Rodríguez Zapatero), se agota el margen de maniobra presupuestario, dada la caída de recaudación de los grandes impuestos por la caída de la actividad económica.
Eso sí, el Gobierno nos dice que nada debe preocuparnos. Que todo va razonablemente bien y está bajo control. Nos lo dice el vicepresidente Solbes, cual avestruz. Nos lo reitera el presidente Rodríguez Zapatero -en un inverosímil discurso marciano en el Círculo de Economía hace unos días- con la mejor de sus sonrisas, cual simpático oficial y tópico. Lo no digerible de todo esto es que nos tomen por estúpidos. Hagan algo, por favor. Por el interés general. Antes de que todo esto se nos lleve por delante a todos.
Josep Piqué es economista y ex ministro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.