¡Somos los conguitos!
Toda mi infancia se sustentó sobre bases falsas. Es algo que me saltó a la vista el otro día cuando, hojeando el tremendo The New York Times, mis ojos interceptaron un nombre: ¡José María Íñigo! Sí, Íñigo, ese hombre detrás de un bigote, centro de las veladas familiares de los setenta, era la voz autorizada de un artículo sobre cómo Franco le robó a Cliff Richard el triunfo absoluto en Eurovisión (fue a parar a manos a manos de Massiel) y que ha vivido medio siglo (decía Cliff) con el peso de la tristeza por no haber ganado un premio que, siempre según él, se merecía. Todo esto en las flamantes páginas de Internacional. Dejando a un lado el extraño criterio con que ese gran periódico que es The New York Times selecciona noticias sobre la realidad española (este último mes han sido los cocineros, los toreros y Eurovisión), la fabulosa historia del dictador manipulando el festival me trajo a la memoria una conversación entre mi madre y la señora de la limpieza. Las dos mujeres hablaban en la cocina de Cliff Richard y, de pronto, bajaron la voz. Mi madre le decía a la muchacha que Cliff se había liado con su batería. La muchacha exclamó: "¡Qué barbaridad!". Sin poder contenerme, asomé la cabeza y pregunté: "¿Pero con la batería de su grupo o con una batería de cocina?". Las dos mujeres rieron, y mi madre, que como a todas las madres de entonces no le importaba arrojar a sus hijos a la ignorancia, contestó: "Con la de su conjunto". Eso me sumió en la melancolía. Ya tenía un hombre que estar solo para vivir sin más compañía que la de su instrumento. Así que, cuando salía a la calle y las niñas hacíamos palmas con una versión adaptada de Congratulations, "Congratulations, qué mala pata, el otro día me encontré con una vaca, la pegué un tiro y la maté, y al ir a casa resultó ser mi mujer", la visión de ese hombre sacando brillo a los platillos de su batería me estropeaba un poco un momento tan alegre. Todo esto estamos hablando de antes de que existiera la homosexualidad, claro, por poner un referente histórico. Yo creí que Richard estaba casado con su instrumento. Y por abundar en los tres temas que un periódico extranjero eligió sobre nuestra Españita, creí que la sepia era un bicho que corría por el monte, porque en el pueblo de mi madre, que era de la Valencia interior, lo ponían siempre de tapa, y creí, por lo que intuía bajo el traje de luces, que todos los toreros tenían la polla muy grande. Las niñas del franquismo no decíamos polla, obviamente, decíamos pito, pero una mujer de mi edad, demócrata, diciendo pito da una pena muy grande. En realidad, a los americanos les hace una ilusión loca descubrir que la España cañí todavía existe. A estos tres temas, cocina, toreo y fiesta, a veces se les une el terrorismo (los separatistas vascos, como se les llama aquí de forma simpática) y ya como que estamos al completo, porque no hay España sin su toque de violencia. Pero ya digo, yo a los toreros les tenía por pollones. O sea, que entendía que si no se tenía un instrumento desproporcionado, uno estaba inhabilitado para el arte del toreo. Yo, niña compasiva, sentía lástima hacia esos seres que eran elegidos en virtud de una deformación. Me recuerdo en la plaza portátil de mi pueblo, en compañía de una amiguita de mente aún más calenturienta que la mía, viendo el bombero-torero, que era de lejos lo mejor de la fiesta. Estamos riendo y comiendo conguitos. Somos pioneras inocentes de ese tema que Manolo Escobar perpetraría dos años más tarde, "No me gusta que a los toros te pongas la minifalda", porque nuestros vestidos blancos de domingo nos dejan, al sentarnos, las braguillas de croché al aire. De pronto, me atrevo y le expreso mis dudas: si para ser torero hay que tener un pito muy grande, ¿qué pasa con los enanos? Mi amiguita, una de esas niñas que cuando tú ibas ella ya había vuelto, entornó los ojos y me contestó: "¡Es que tú no sabes cómo lo tienen los enanos!". Así fue como ese otro mito se hizo sitio en mi cabeza, y, a día de hoy, aún tengo que pararme a pensar racionalmente que tal vez Cliff no estuvo tan solo en la vida, que no hay que descartar que las sepias acaben en el monte cuando España sea un desierto, pero que de momento están a remojo, y que los toreros, sean de la estatura que sean, no han de someterse a una criba por el tamaño de sus genitales, aunque en el ejército español, por lo que leo, aún está escrito que un hombre monohuevo no puede defender a su patria. Del largo y sentido artículo que Michael Kimmelman dedicó al toreo me quedé con la alegría de haber visto en los papeles a Cayetano Rivera, que es mi torero favorito por esos encantos que están a la vista de todos y todas; aunque debo reconocer que si tuviera que elegir un lugar para contemplar su empaque, me quedaría con alguno de los paseíllos que ha dado sobre las pasarelas de Armani, en las que se le puede apreciar sin sobresaltos y donde camina con una rudeza encantadora, muy masculina, que es lo que debió de atraer al modisto. Yo veo así la vida: Cayetano en la pasarela, el toro en el campo, el valor en la vida y las banderillas de tapa, porque otro descubrimiento es que las banderillas duelen, como ha dicho Alaska. Eso tampoco lo sabía la niña que comía conguitos.
Un artículo de 'The New York Times' relata cómo Franco le robó a Cliff Richard el triunfo en Eurovisión
A los americanos les hace una ilusión loca descubrir que la España cañí todavía existe
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