Cocina de la arquitectura

¿Comería todos los días croquetas de humo? ¿Dormiría por las noches en una habitación suspendida en el vacío? La cocina y la arquitectura actuales tienen puntos sospechosamente comunes. Más allá de atender sus tradicionales necesidades básicas (alimentar y cobijar), han apostado por apelar al lado más alejado de la cotidianidad y se han volcado en la parte creativa, que evidentemente tienen.
Ya no se trata de comer y habitar, sino de vivir una experiencia. Nadie discute que no es lo mismo degustar que alimentarse, y que arquitectura y construcción son distintas. Pero en la supuesta sofisticación de elegir lo que nunca antes habíamos visto se esconde una herramienta primitiva: la sorpresa. Lo impensable se ha convertido en un valor seguro. Es lo que ahora parece aportar. Del mismo modo que hoy puede masticarse el humo y degustarse un jabugo invisible, también la imaginación de los arquitectos e ingenieros permite construir formas inimaginables: desde un voladizo habitable hasta un edificio con forma de gladiolo. No se trata ya de juzgar si todo ese despliegue de habilidad es necesario (pocas cosas lo son), sino de valorar la aportación de esas experiencias. De acuerdo. Se puede hacer y comer caviar de melón. Se puede también construir un edificio en forma de bucle. Pero una vez engullido el falso caviar y levantado el rizo arquitectónico uno suele mostrarse incapaz de decidir si lo vivido ha sido una experiencia u otra cosa.
De esas otras cosas, indefinidas siempre y sorprendentes por definición, empezó a llenarse la historia del arte en el siglo pasado -un arte no útil, a diferencia de la arquitectura y la gastronomía- y hoy parece que quiere llenarse el mundo. Se diría que hemos decidido vivir rodeados de un espectáculo que nos entretiene y nos desorienta a la vez. La distracción adormece, pero la desorientación obliga a pensar.
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