Keith Haring, deprisa
En un retrato tomado con una Polaroid en los años ochenta Keith Haring parece estar posando para una foto policial: la mirada fija al frente, detrás de las gafas de personaje de cómic, la expresión tensa y asustada, o ansiosa, la boca ligeramente abierta. Es la cara de alguien que ha sido sorprendido haciendo algo censurable, pintar monigotes en un panel publicitario del Metro, por ejemplo, alguien importunado por la detención y ansioso sobre todo de salir a la calle y seguir moviéndose, escapando si fuera preciso. Keith Haring hizo todo o casi todo lo que tenía que hacer en poco más de diez años, los que pasaron entre su llegada a Nueva York y su muerte temprana en 1990, a los treinta y uno, y aquella prisa que parecía urgirlo como una fiebre sin sosiego se trasluce en las caligrafías con las que llenaba cualquier espacio disponible. Su cara de los últimos tiempos era la misma del niño gafotas embobado con los tebeos de superhéroes y marcianos y con las series de ciencia-ficción barata y los dibujos animados de la televisión. Dibujó mucho al ratón Mickey, con su aire estático de bondad nunca contrariada, pero su poética angustiada de la prisa se corresponde más bien con los personajes dementes de la Warner Brothers, cada uno atrapado en alguna forma de velocidad maniática sin salida posible, el Correcaminos, Bugs Bunny, Elmer Gruñón, el tartamudo Porky, huyendo y persiguiéndose a una velocidad sincopada de música de big band. Así correría él por los andenes del metro de Nueva York después de pintar sus paneles con una rapidez de imagen acelerada, la mano moviéndose sin un instante de vacilación, con trazos nerviosos pero también muy seguros, anchos de línea, ricos de textura, con una pulsación de hip hop, hechos a veces con el material más simple, el que se degradaría casi tan rápido como era usado, la tiza. Lo vemos en algunas fotos trabajando en el metro, en pantalón corto y camiseta, con zapatillas de deporte, como preparado para salir corriendo, incluso cuando ya era famoso y no lo perseguían guardias de seguridad sino coleccionistas y marchantes.
Las criaturas que hormiguean por sus dibujos y sus cuadros se agrupan en una proliferación como de monstruos del Bosco
En 1985, pintó un autorretrato en el que parece tocado por la serenidad introspectiva con que se pintaban los antiguos maestros
Keith Haring aprendió de los dibujos animados y de los tebeos igual que de Paul Klee, de las caligrafías cuneiformes y los códices mayas, de los grafiteros del Bronx y del East Village, y las criaturas que hormiguean por sus dibujos y sus cuadros se agrupan en una proliferación como de monstruos del Bosco. El tiempo breve de la vida quería llenarlo tan abigarradamente como cualquier espacio en blanco y casi cualquier superficie que estuviera al alcance de su mano. En 1985, cuando tal vez ya sabía que estaba infectado por el virus del sida, pintó un autorretrato en el que parece tocado por la serenidad introspectiva con que se pintaban a sí mismos los antiguos maestros: los trazos son agitados en el pelo rizoso, la cara está llena de puntos rojos que pueden ser los de una trama ampliada de cómic a la manera de Roy Lichtenstein, aunque también las marcas de una enfermedad. El hombre que ha tenido tanta prisa, y al que el tiempo se le acabará muy pronto como se le acaba el espacio de una hoja de papel, se ha parado para tomar un respiro, para abandonarse por primera vez a la meditación y al cansancio.
Pero el autorretrato de Keith Haring son también cada una de ellas figurillas sin rasgos, sumarias como monigotes escolares, que corren subiendo y bajando escaleras, que bailan, que se atropellan, que se amontonan, copulan, se prosternan delante de una divinidad que puede ser un platillo volante o un televisor o uno de aquellos ordenadores arcaicos de los años ochenta. Siempre es él mismo, perseguidor y perseguido, ansioso, queriendo hacerse un gran artista y disfrutar del éxito, ganar mucho dinero, conocer a la gente más famosa, comprometerse en causas sociales, viajar a los barrios en los que terminan las líneas del metro y en los que hay muros intactos donde se puede dibujar un mural. Keith Haring, artista callejero, a toda prisa se convierte en un pintor consagrado y en un logo comercial, tan velozmente como pasa de la juventud desnortada y ferviente a la melancolía de la edad adulta y a la conciencia de la muerte cercana.
A principios de mayo habría cumplido cincuenta años. Una fama póstuma asociada con la divulgación masiva de las imágenes que alguna vez fueron nuevas y ácidas ha contaminado parcialmente su obra de trivialidad, lo cual sin duda es el sino del artista pop, que al fin y al cabo usa lo trivial y lo paródico como materias primas. Pero cuando se miran de cerca algunas de sus obras la originalidad de Keith Haring salta literalmente a la vista con la misma trepidación de urgencia expresiva que nunca lo abandonó mientras estaba vivo, mientras se resistía al avance de la enfermedad con la misma entrega a su oficio que lo había animado desde que dibujaba en un pupitre inclinando mucho la cara sobre el cuaderno, como hacen los niños, protegiéndolo con el codo de miradas inquisitivas. Los muñecos innumerables eran ya los millares de víctimas que habían sucumbido a la enfermedad que se lo llevaría muy pronto. Los bichos movedizos y ubicuos como espermatozoides son los mensajeros del veneno para el que entonces no había remedio. El baile trastornado de tantas figurillas es una danza de la muerte.
Keith Haring quería hacer un arte que tuviera la claridad inmediata del habla de la gente común y que pudiera verse en un muro o sobre una acera con el impacto de un fogonazo. Su mundo fue el Nueva York desastrado y vibrante de los años setenta y los primeros ochenta, que ahora, cuando ya queda tan lejos, empieza a ser vindicado por la nostalgia, una nostalgia que tiene algo de añoranza real de una ciudad más accesible para la gente trabajadora o fantasiosa y también algo de impostura, como esos pasados bohemios y hasta un poco malditos que a veces se atribuye la gente con mucho dinero. Ahora, en las proximidades de su cumpleaños póstumo, las obras de Haring pueden verse en una de esas salas opulentas del Upper East Side, la Skarstedt Gallery, a un paso de la parte más rica de la Quinta Avenida y de las tiendas de lujo de Madison. Escalinatas de mármol, amplios salones silenciosos, suelos de maderas nobles que tienen un brillo tan exclusivo como la manera discreta en que crujen bajo las pisadas, que serán con frecuencia pisadas de zapatos hechos a mano, con suelas apenas gastadas por el pavimiento áspero de la calle. Aquí imagina uno las zapatillas de deporte, los pantalones cortos de Keith Haring. Aquí se deja llevar por esa capacidad de sugestión poética que es más intensa casi siempre en los dibujos que en los lienzos, los cuales son mejores cuando logran imitar con óleo o acrílico la crudeza del dibujo, su inmediatez sin arrepentimiento posible. En una sala solitaria, grande como un salón de baile, nos mira Keith Haring en su autorretrato de 1985, ausente tras las gafas, extraviado en una posteridad que le llegó muy pronto, como casi todo en su vida.
La exposición de Keith Haring en la Skarstedt Gallery de Nueva York está abierta hasta el 28 de junio. www.skarstedt.com/
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