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Columna
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¡Qué humanidad!

No es nuevo el dato, pero ahora sí parece definitivo. Un solo estudiante está matriculado, según un informe del Consejo de Universidades, en la especialidad de Filología Portuguesa de la Universidad de Santiago. A este Robinsón al que me gustaría conocer y regocijarnos con alguna cantiga de escarnio, le acompaña otro prójimo que lo hace en Humanidades en el centro de Ferrol, mientras que otros tres de la misma especie de náufragos cursan estudios de Filoloxía Galega en la Universidad de Vigo. Salud a todos y que la fuerza les acompañe en su futuro como taxistas, camareros, obreros de la construcción o profesores de verano en academias de dudoso pedigrí.

Contad conmigo a la hora del soneto y la sinécdoque, hacedlo cuando tengamos que leer en voz alta a Martín Codax o a Jorge Manrique, en la hora del Pasapalabra. Hace una década había por lo menos un centenar de matriculados en esas especialidades y, hace dos, la cifra se duplicaba y Compostela presentaba en los bares mojados la eterna fisonomía del estudiante de filología calentando el porvenir delante de un carajillo. Nada nuevo si se tiene en cuenta que los tiempos han cambiado y que la vieja dicotomía entre ciencias y letras ha perdido todo el sentido y ahora de letras quedan menos estudiantes que diputados de Izquierda Unida.

¿Qué civilización es ésta que ha sepultado el estudio de latín y griego, y expulsado a los filósofos?

¿Qué está pasando para que presenciemos este total descalabro de una de las ramas del conocimiento más importante sin que nadie al parecer se altere por estos pagos? ¿Qué civilización es esta que no sólo ha sepultado en sus programas de estudio las lenguas ya muertas como el latín o el griego, que ha expulsado a los filosófos como leprosos, sino que ahora también ataca con saña las filologías que estructuran el conocimiento de la lengua de un país? ¿Qué han hecho las Humanidades para quedarse en soliloquio de unas aulas vacías?

Variadas pueden ser las respuestas, pero mucho nos tememos de que en todas ellas se adivina el mismo percal de país de nuevos ricos: los jóvenes entre los 18 y los 25 años sueñan con hacer dinero en su mayor parte y ya no quieren cambiar el mundo ni estudiar a los poetas; los jóvenes de 2008 formados en la era de google, actimel e hipoteca de 40 años les importa un pimiento conocer quién fue Manoel Antonio o Manuel Murguía porque les han enseñado que mucho más importante es ser Amancio Ortega; los jóvenes de 2008 saben que serán, pese a todo, ingenieros de sistemas o especialistas en marketing o arquitectos o biólogos que tendrán que soportar una dura travesía como mileuristas, quizás al reparo en casa de sus padres hasta los 30 años, cuando piensen acaso que todo lo que importa -el amor, la carrera, los propios hijos, los viajes- se ha ido postergando.

¿Y para eso hemos arrinconado las humanidades en un islote de apestados? ¿Para eso hemos convertido la cultura, la cultura de cada uno, no la de los políticos, en una especie de resistencia? ¿Cómo ven entonces ustedes que también a los científicos no se les haya apoyado y han tenido que pirarse a Massachussets o a Helsinki? ¿Por qué en una época dulce de oportunidades, con el mayor acceso a la universidad de toda la historia, sentimos que nos han estafado? Hay que hilar muy fino y no se acabaría nunca de apuntar hacia un cielo a veces demasiado paternalista y otras dirigirse al mismo cielo, en este caso parlamentario, y pedir cuentas por esta lenta pero imparable sensación de que hemos convertido la universidad y la enseñanza pública en un coto privado dónde la competencia se establece desde el preescolar y, claro está, no es lo mismo presentar a la postre un título de filología portuguesa de la Universidad de Compostela que uno de analista de sistemas del MIT o de la Escuela de Arquitectura de Londres.

Miro el panorama y estoy convencido de que los dos caminos conducen a la misma perpleja situación: uno porque está condenado a vivir de becario durante unos años preciosos, otro porque el desengaño filológico puede llevarle al andamio en vez de al aula. En cualquier caso, ¿por qué ese enorme descrédito de las humanidades en un mundo que necesita cada día más humanidad? ¿O es que dependemos en última instancia de que Slim y Gates, Amancio y las Koplowitz, rescaten a Sófocles, Séneca, las cantigas medievales y el jodido Código Da Vinci? Piénsenlo como seres humanos

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