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Arte chino contemporáneo

En la China de 2008, ser artista experimental -el término con que ellos prefieren designarse a sí mismos- sigue sin ser fácil. Aunque tienen mucha más libertad de acción que los escritores y cineastas, hasta hace muy poco el Estado seguía controlando todas sus exposiciones, limitando o cerrando cuantas creía oportuno. Por ello, el contacto con los coleccionistas occidentales -continuo a partir de los noventa- abrió perspectivas inusitadas. No tanto por la venta de obras a Occidente -donde éstas, en cualquier caso, fuera de contexto, eran miradas con frío escepticismo- como por la implicación de expertos internacionales en el mercado de arte chino. Uli Sigg, cuya colección se acaba de exhibir en la Fundación Miró, tuvo un papel decisivo en este cambio. Sigg había ido a China a finales de los setenta para montar la primera joint venture de la nueva China, había sido cónsul de Suiza en China a finales de los noventa y había aprovechado sus largas y privilegiadas estancias para adentrarse en el mundo del arte chino contemporáneo iniciando una colección que es hoy en día la más importante del mundo en su campo. Tuvo además el gran acierto de crear el primer Premio de Arte Contemporáneo chino en 1998, al que proporcionó un jurado -con vocales como Ai Weiwei, estrechamente relacionado con los círculos más vanguardistas del arte europeo, y Harold Szeeman, el gran organizador de la Bienal de Venecia- que asegurara el contacto entre la vanguardia china y los grandes centros de difusión del arte en Occidente. Los resultados fueron inmediatos: en 1999 el arte contemporáneo chino fue objeto de dos grandes exposiciones en Estados Unidos, despertando el vivísimo interés del más prestigioso historiador del arte chino antiguo, Wu Hung, catedrático en Harvard y Chicago, convertido a la sazón en un experto en arte chino contemporáneo. A partir de 2000, las exposiciones de arte chino contemporáneo se han ido sucediendo en Europa -la misma colección Sigg se exhibió hace una par de años en Berna y en Hamburgo-, y a nosotros nos ha llegado sin apenas retraso -algo de por sí notable- gracias a la vivaz y eficaz dirección de la Fundación Miró, que por cierto acogió ya en 1995 una deliciosa exposición de objetos chinos de la vida cotidiana en Arte de vivir, arte de sobrevivir, cuyo comisario fue Francesc Vicens.

El arte chino sigue vinculado al mundo real y es más reacio a prescindir del soporte figurativo

Los artistas chinos pugnan por escapar de una serie de redes -la herencia de la estética maoísta, el peso de su larga historia, el impacto de las nuevas modas urbanas que arrasan la China actual, la presión del mercado internacional del arte- que los amordazan, de la misma manera que, en la exposición, las manos shamanicas y las redes de pesca del batallón de vasijas neolíticas que expone Ai Weiwei desaparecen a menudo bajo una capa de pintura blanca.

La pugna más evidente es la que los enfrenta a las pautas de la pintura comunista oficial, que a lo largo de más de 30 años generó una estética muy propia, prolíficamente difundida por los centros académicos oficiales. Su reacción contra el realismo socialista de los años sesenta -por cierto, mucho más vivaz e interesante que su homónimo soviético- da a menudo a sus obras un aire exótico. Pero estos artistas no sólo se enfrentan con la herencia maoísta: lo cierto es que los chinos se pelean con su pasado mucho más de lo que es habitual en el arte contemporáneo. Otras redes amenazan a estos artistas: el recurso exclusivo a una técnica depurada surgida en respuesta a la extrema politización anterior; el impacto de la cultura visual urbana que les llega de Hong Kong, Japón y América; o la tentación a incorporarse directamente a las vías de experimentación abiertas en Occidente: en las exposiciones de arte chino contemporáneo suele haber siempre alguna pieza reminiscente de Warhol. Pero en general el arte chino contemporáneo sorprende por lo genuinamente chino que es. La diferencia con el arte de nuestros pagos no está tanto en los problemas que afectan al artista ni en los medios técnicos con que los plasma -en el siglo XXI los artistas chinos disponen de las mismas soluciones y soportes que los occidentales y en algunas cosas incluso llevan ventaja, ya que es mucho más barato producir obras de grandes dimensiones en China que en Europa-, sino en las mentes de sus artistas, mucho menos inclinados que las de los nuestros a los planteamientos teóricos -y aquí conviene recordar que China no generó nunca una teoría del conocimiento-, pero mucho más vinculadas con el mundo real y mucho más reacias a prescindir del soporte figurativo, con lo que ello comporta de anclaje en su historia y en su estética.

En los años treinta, la formidable eclosión artística de China situó su literatura, con Lu Xun, y su pintura, con Qi Baishi, en la escena universal. Hoy por hoy no hay, ni en literatura ni en artes plásticas, nombres que destaquen de forma tan singular. Pero la vitalidad de la China actual es extraordinaria, o sea que tiempo al tiempo. Mientras tanto, aprovechémonos nosotros también para recuperar el tiempo perdido en la comprensión del mundo chino y de su compleja apertura hacia la modernidad.

Dolors Folch es directora de la Escuela de Estudios de Asia oriental de la UPF.

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