Líbano entre Este y Oeste
Líbano es un pequeño país -algo menos de la mitad de Cáceres- que pugna por existir en el interior de dos vastos círculos concéntricos. En el círculo exterior, que abarca desde el Mediterráneo oriental a Oriente Próximo hace de bisagra entre Este y Oeste con su minoría cristiana de un tercio de sus cuatro millones de habitantes frente a dos tercios de musulmanes; y en el círculo interior reproduce la división del mundo islámico oriental entre suníes y chiíes, de los que los segundos superan ya en número a los primeros, más un 6% de drusos, a los que el sunismo oficial llama heréticos, que flotan entre las dos grandes ramas del Islam; y con parecida afición a la partenogénesis, los cristianos se fragmentan entre una mayoría de maronitas católicos, greco-católicos de rito oriental pero también obediencia romana, greco-ortodoxos que en su día tuvieron como líder al patriarca de Constantinopla, y hasta un puñado de protestantes, de los que en el siglo XIX convirtió el Syrian College de Beirut, rebautizado en el XX, American College.
El país de los cedros es el banco de prueba de todos los sinsabores de Oriente Próximo
Alianzas y conflictos en ese damero maldito de confesiones son tan numerosos y opuestos como permita la teoría del cálculo combinatorio, y las antiguas potencias coloniales, Gran Bretaña y Francia hasta poco después de la II Guerra Mundial; Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría; y, ya contemporáneamente, Washington, Jerusalén, París y potencias regionales como Siria e Irán, han hecho de Líbano un campo de batalla por procuración de sus agentes locales, para disputarse hegemonía e influencia en la zona.
Líbano es, por ello, el banco de prueba de todos los sinsabores de Oriente Próximo. Y en este país, en el que la disyuntiva siempre se debate entre pacto o guerra, se llegó el fin de semana pasado, bien que con seis meses de retraso y riesgo creciente de enfrentamiento civil, a un acuerdo para que el Parlamento eligiera presidente al jefe del Estado Mayor, general Michel Suleiman, que por mandato constitucional ha de ser maronita, como el jefe de Gobierno, suní, y el líder de la cámara, chií. Pero lo singular de este acuerdo es que no parece deberle nada a poderes exteriores, Estados Unidos, Israel o Francia, sino que es un triunfo de las facciones sobre el terreno.
Las fuerzas que se han mirado con cara de perro desde el asesinato, atribuido a Siria, del jefe de Gobierno Rafik Hariri pro-occidental, en febrero de 2005, han sido sus correligionarios suníes, los drusos y una parte del cristianerío, que han apoyado al Gobierno saliente, y se unen en la pretensión de librar totalmente a Líbano de la tutela siria, dar por buena la política norteamericana en Irak, y callar ante la israelí en Palestina; y enfrente, el chiísmo que representa el partido político y la milicia de Hezbolá, apoyado por Irán y Siria, más aliados cristianos como los maronitas de Michel Aoun.
En un embrión de guerra civil, los chiíes barrieron virtualmente a mediados de mayo a sus adversarios, y su victoria junto con la deferencia con que abandonaron de inmediato los enclaves que habían conquistado en Beirut en manos del Ejército -obsesivamente neutral cuando las facciones se enfrentan- han modelado el acuerdo suscrito en Doha, capital de Qatar, único poder independiente entre las familias religiosas del Golfo.
El pacto delimita un equilibrio de fuerzas regionales que parece ajeno a la manipulación externa: un gabinete de 30 carteras, 19 para los pro-occidentales, 11 a Hezbolá, pero con derecho de veto sobre las decisiones gubernamentales, reforma de la ley electoral para hacerla menos comunitarista, lo que beneficiaría a los chiíes, que con un 40% de la población constituyen la fuerza más numerosa del país, y, sobre todo, elección de Suleiman como árbitro militar puramente libanés entre las taifas religiosas.
El presidente se cree que es aceptable para Damasco, porque con el concurso sirio reorganizó en los años 90 las fuerzas armadas, y como no es hombre ligio de nadie debería convenirle el equilibrio nuevamente establecido.
En síntesis, una victoria a los puntos de Siria e Irán con la que dicen que pueden vivir los pro-occidentales; pero, sobre todo, un acuerdo autóctono, al que hay que sumar las conversaciones entre Siria e Israel, el próximo intercambio de prisioneros del Estado sionista con Hezbolá y los contactos, siempre israelíes, con Hamás sobre una eventual tregua, para concluir que algo inédito ocurre en el campo de batalla.
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