"Mi sueño es poder ser carnicero como mi padre"
"Sí, Moha está bien". Moha (Mohamed) es el nombre falso que ha escogido, para explicar su historia, este joven de 21 años con cara de niño, que lee Tintín para aprender castellano y a quien la vida le ha robado la sonrisa a puñetazos. Le cuesta mucho reír a Moha porque quizá no tiene de qué. Nacido en 1987 en Tánger (Marruecos), llegó a Barcelona en 2004 con dos chaquetas, dos pantalones y un pasaporte falso, y ha sufrido un calvario. Metido en un laberinto, Moha aguarda un permiso de residencia que no llega, deseando que se lo den por arraigo y aprovechando el tiempo en el curso de camareros del casal.
Con un padre carnicero y siete hermanos, Moha se convenció, a los 17 años, de que debía emigrar. Su familia se resistió, pero pagó 1.500 euros para comprar un pasaporte falso a un tipo que puso la foto de Moha en los papeles de su hijo. Fue afortunado en algo: Moha no quería viajar ni en patera ni bajo los ejes de un camión, y el traficante cumplió. Lo metió en un coche, cruzaron el Estrecho en ferry y lo llevó a Barcelona. La hermana de Moha vivía en la ciudad, pero su cuñado a los cuatro días le enseñó la puerta de la calle.
Tuvo un golpe de suerte: una amiga española que vivía en Tánger le llevó a la Dirección General de la Atención a la Infancia (DGAI), que le facilitó en varios centros techo, comida y clases de castellano, además de tramitarle el pasaporte y la residencia.
Pasó un año y llegó el cumpleaños más cruel: Moha llegó a los 18 y tuvo irse, aunque con ayuda económica, por ser mayor de edad. No tenía trabajo y tomó una decisión: pensó muchas veces que se había equivocado, añoraba su mundo y volvió a Marruecos en el coche de un amigo. "Mi madre me dijo: 'Tienes que ser hombre. Tienes que trabajar y hacer tu vida ¿En un año no has hecho nada?". Estuvo 25 días en Tánger y, con los 200 euros que cobra su padre, vio que no había vuelta atrás. Con su pasaporte, ya auténtico, regresó al falso paraíso del que sus amigos que retornaban de vacaciones a Marruecos nunca le hablaron.
De nuevo en Barcelona, Moha vivió en una casa de okupas y recurrió otra vez a la DGAI, donde le ofrecieron un curso de carnicero industrial. Pero debía dormir en un centro con adultos, muchos de ellos salidos de prisión. "No lo resistí, ahí fallé", dice mientras baja la vista sintiéndose culpable. No aguantó ver cómo le robaban sus pocas cosas. No cumplió con el objetivo y le denegaron la renovación de la residencia. Ante tanta presión, admite que hizo "cosas feas": robar comida.
Una familia marroquí le dio trabajo en un bar del Raval y un amigo le aconsejó llamar al casal: "Pregunté: '¿Qué me podéis enseñar?' Eran cursos de albañilería, electricidad, informática o camarero. Elegí esto último". Fue su salvación: va por el segundo curso y, desde diciembre, comparte un piso del casal con tres chicos más cobrando cada uno 250 euros al mes por manutención. Ellos se encargan de comprar, cocinar y limpiar. Y Moha vive allí leyendo Tintín, cocinando cuscús, siguiendo al Barça y sabiendo que cualquier día pueden expulsarlo. Juan Manuel, educador del casal, es su sombra y Moha vive asido a la esperanza. A este niño tímido le han robado la juventud -"te obligan a pensar como un mayor"-, y no pide tanto: "¿Mi sueño?", dice encogiendo los hombros, "tener una casa y ser carnicero como mi padre".
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