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Columna
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El temblor

Lanzó el otro día su diagnóstico, vaticinio o profecía médica el portavoz de la Federación Andaluza de Constructores y Promotores, Emilio Corbacho, y lo recogió en estas páginas Ginés Donaire: "Si cae la construcción, a Andalucía le va a doler la cabeza". Le dolerá, me temo, todo el cuerpo, porque, más allá de las actuales vacilaciones de la economía, entre el tropiezo, la caída y el hundimiento nacional e internacional, la Andalucía que conozco es fundamentalmente construcción, turismo y política, o, resumiendo, sólo construcción: sin construcción nuestro mundo es inconcebible. Aquí la crisis de la fiebre constructora no sólo afectaría al dinero: supondría la radical mutación de las mentalidades. La realización como seres humanos de los andaluces dependía, hasta ahora, de tener piso propio. La madurez se alcanza cuando se firma una hipoteca por 20, 30 ó 40 años.

Los creadores de ideas fijas y estados del alma nos han convencido de que tenemos que comprarnos un piso para ser personas, y, hasta este momento, resultaba impensable otra manera de concebir la vida y la vivienda que no fuera la de propietarios. No poseer un piso ha sido una fuente de frustración emocional y social. Esta ansiedad española, nacida en los años 60 y 70, es algo único en Europa. La industria de provocar deseos ha conseguido inyectarnos la urgente e irreprimible necesidad de poseer un coche, un piso y un aparcamiento en nombre de la libertad y la seguridad. Pero, si hace unos meses faltaban pisos, ahora abundan, y los expertos recomiendan convertirlos en viviendas protegidas, es decir, pagadas en parte con dinero público. (No es que haya menos pisos: es que hay menos dinero en venta.) Los fanáticos del mercado libre y la iniciativa privada se están convirtiendo a la socialdemocracia con el mismo fervor con que defienden la privatización del suelo municipal y la destrucción de huertos y jardines.

Bajan los precios de las casas, suben los intereses de los préstamos. Cunde la inquietud, el miedo, incluso el pánico, porque el trabajo es cada vez menos seguro. No hay tantas obras como antes, así que sobran albañiles. Siento curiosidad por cómo cambiará nuestra manera de ver la realidad, nuestra sensibilidad, si verdaderamente gira nuestro mundo de modo tan drástico. La construcción funciona como un sistema coherente de costumbres, con organismos e individuos que lo controlan todo, desde las finanzas a las decisiones sobre áreas edificables, licencias y permisos. En esa red se entrecruzan políticos, promotores inmobiliarios y banqueros, unidos por intermediarios y comisionistas, abogados, notarios y registradores. Es un universo sólido, poseedor de una estética, una moral, un código de modales y formas de vida.

Así que estaré atento a la mutación, si llega a suceder y vemos cómo se amoldan los deseos populares, el tráfico de viviendas, los seguros y el fabuloso negocio de la usura bajo disfraz hipotecario: cómo evoluciona la economía, cómo nos dolerá la cabeza. La industria de fabricar deseos parece haber enfriado un poco la propaganda del piso propio. La manía inducida de ser propietarios, tan favorable a promotores y financieros, ha dejado un rastro de especulaciones deplorables y edificios multitudinarios y desoladores levantados con materiales mezquinos. Ruinas irreparables se adivinaban estos años en los esqueletos de muchas casas en construcción, como si mostraran al aire el desconchado cadáver futuro, que quizá pertenezca plenamente al comprador dentro de tres décadas.

La pasión por el piso propio ha sido aquí bastante compatible con la huida cotidiana del hogar, a la calle. Nuestra cultura callejera y barística guarda mucha relación con la costumbre de las malas casas, inhabitables nidos de ruidos y corrientes o aire estancado entre estrechas paredes de cartón y techos bajísimos.

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