Perdido en el centro comercial
Puedo resumir ocho años de relación con Iñaki Ochoa de Olza a través de imágenes que ahora se empujan en mi desnortado cerebro. Pero las palabras se atascan. Trato de colocarme en el lugar de sus padres, de sus intimísimos, y fallo. Sencillamente, me dejo arrastrar por el egoísmo, incapaz de ofrecer resistencia: saber que le voy a echar tanto de menos es, en estos momentos, demasiado saber. Asimilar que no he disfrutado a conciencia de su compañía, de sus artículos, de su inteligente ironía o de su curiosidad me resulta imperdonable, frustrante. Así que van las imágenes: abriendo huella en el K2 cuando el resto se escondía; llorando de frío y risa en la misma montaña, incapaces de quitarnos el casco el uno al otro; saltando de envidia y orgullo cuando llamaba desde alguna cima; desayunando antes de coger los esquís; un vegetariano convencido comiendo jamón serrano en un campo base; una colección de zapatillas embarradas amontonadas en su casa... Bien mirado, estas imágenes no resumen nada, tan sólo ilustran el dolor de una pérdida.
¿Cómo decir lo esencial? ¿Cómo expresar que Iñaki era valiente y buena persona? Vuelvo a intentarlo. Este año, Iñaki salió rumbo al Himalaya mucho antes de lo que tocaba. "No tengo nada que me retenga en casa. Así que, puestos a entrenarme, lo hago allá, subiendo montes distintos", aclaró. De la ciudad sólo le interesaban las salidas hacia el Pirineo. Y los Sanfermines, corriendo ante los toros. Por teléfono, una mañana, Iñaki se confesó perdido en un centro comercial: metáfora de su forma de afrontar la vida. Sospecho que era tan feliz en Nepal o Pakistán como entrenándose en soledad en las lomas que circundan Pamplona. Bien lejos de las servidumbres de lo cotidiano. Es más viable ser feliz cuando uno sabe qué hacer con su vida; cuando elige, libre, antes de que las circunstancias decidan por uno mismo. Pero resulta mucho más complicado ser consecuente con un ideal. De hecho, lo difícil no es escalar uno o doce ochomiles. Lo realmente admirable es hipotecarse emocionalmente para no traicionarse, para no bajar los brazos, para ser distinto en un mundo de clones. Tener la fuerza de soñar, de ser fiel a un estilo de vida, de asumir la muerte como parte de la apuesta vital. Y, además, contarlo de viva voz, incansable, en conferencias y artículos sabiendo que la audiencia escuchará agradecida, soñando un instante, siguiendo después con sus vidas.
No sé..., creo que pierdo el hilo. Dudo entre seguir escribiendo como periodista o como amigo, pero resulta más sencillo lo segundo. Acabo por la tangente, con uno de esos chascarrillos que te contaba por teléfono para amenizar tus jornadas en el campo base: esta tarde, Juan José Millás (¿cuántas veces comentamos, admirados, su columna?) me ha preguntado por ti en la radio. Y, por un día, la noticia de tu pérdida ha merecido en la prensa más atención que las vicisitudes de Fernando Alonso. Irónico, ¿no?
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