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Columna
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México

La novela mexicana del siglo XX estuvo dominada por el acontecimiento mexicano del siglo XX: la Revolución social, política y cultural de 1910-1920. Los de abajo de Mariano Azuela, Vámonos con Pancho Villa de Rafael Muñoz y La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán dieron testimonio y estética realista. Los intentos de novela intimista del grupo Contemporáneos (Torres Bodet, Novo, Owen) fueron minimizados, si no sustituidos, por una retórica nacionalista excluyente ("el que lee a Proust se proustituye") y una angustia de la ilusión y la pérdida políticas (José Revueltas). Hasta que dos obras, Al filo del agua de Agustín Yáñez y Pedro Páramo de Juan Rulfo, cerraron con brillo el ciclo de la Revolución y el mundo agrario. La novela urbana pasó a ocupar el centro de la ficción y con ella apareció una literatura muy diversificada temáticamente.

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América Latina pasa página

El grupo del crack culmina, en cierto modo, la reivindicación del derecho a la diversidad. Críticos de lo inútil o rebasado, reclamándose por ello mismo continuadores de una "tradición de la ruptura", exigentes sabedores de que hace medio siglo hubiesen sido quemados en el Zócalo y acaso desilusionados de su normal aceptación actual, "tránsfugas" ayer, radicales radicalizados hoy, sus obras son el termómetro de una diversidad crítica que refleja y aun anticipa dichos valores en una sociedad política que no se resigna del todo a abandonar usos y costumbres pretéritos y arraigados.

Si no es parte del crack, acaso Xavier Velasco sea su aliado más provocador y extremo: Diablo Guardián, como El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi en nuestro albor novelístico, crea un lenguaje que es burla y enemigo de sí mismo, en tanto que el crack no subvierte tanto el lenguaje como la temática de la novela tradicional. Jorge Volpi, en En busca de Klingsor, emplea la figura del científico alemán Werner Heisenberg para preguntarse cuáles son los límites de la traición y la heroicidad, la fidelidad y la infidelidad científicas. Ignacio Padilla, en Amphytrion, cuestiona nuestro pasaporte personal —la identidad— en un mundo que reclama pasaportes falsos para salvarse de la catástrofe histórica. Eloy Urroz, en Fricción, pone cara a cara la realidad de las identidades y la de las ficciones, en desigual combate.

Pedro Ángel Palou ha ampliado su radio temático, de Paraíso clausurado, donde la lucidez conduce a la inteligencia a la destrucción como condición de la palabra, al monólogo angustiante de un boxeador, Baby Cifuentes, en Con la muerte en los puños, a una transbiografía de Emiliano Zapata en la que todo lo que sabemos gracias a la historia coexiste con todo lo que no sabemos gracias a la novela.

Coincido, en fin, con Juan Goytisolo en el entusiasmo por la novela de Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, que de la Revolución al burdel y al manicomio como historias paralelas a la del país crea un tiempo literario propio, en el que coexiste lo contemporáneo y lo no contemporáneo.

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