Macbeth ya no vive aquí
Al contrario que Almudena Grandes (columna en última del pasado lunes en este diario), yo no veo por ningún lado a Mariano Rajoy como un epígono a trasmano de Macbeth, sino más bien como una especie de Falstaff sometido a una severa dieta y muy seriamente disgustado. A fin de cuentas, Macbeth no hace más que seguir el acertijo de unas brujas que le hablan en un descampado y que, al parecer, le incitan a romper con el orden sucesorio (es decir, con la legitimidad tanto de origen como de ejercicio) liquidando al rey Duncan para autocoronarse, lo que cumple al pie de la letra, con la inestimable ayuda de su querida esposa, aunque no sin reservas mentales de cierta enjundia: "Si el destino ha decidido que yo sea rey, que se me corone sin mi intervención", un aparte que más bien parece pertenecer a la escuela de aguamanil de Pilatos.
Muy al contrario, los recientes y más graves problemas de Rajoy, que se olvidarán una vez pase el ya próximo verano, es que el gallego se ha decidido a intervenir, y de qué manera. Aun considerando que Ruiz-Gallardón pudiera jugar el papel de Banquo, incluso que a Soraya Sáenz de Santamaría, saltándonos de obra por aquello de la intertextualidad, le hubiera tocado en suerte el papel de la Cordelia de El Rey Lear (desventurado papel que pertenece por derecho propio a José María Aznar), no acaba de verse en esta tragedia convertida en ópera bufa el papel que deberían jugar los nobles escoceses sobre los que recae la hercúlea tarea de acabar con el tirano y restaurar el orden allí donde reina el caos, y eso sin olvidar que a Gallardón quizás le cuadraría mejor el papel de Fleance, el hijo de Banquo, ya que éste está advertido de que no será rey pero sí origen de un tronco de reyes.
Y aun teniendo para mí que todos estos personajes deberían incluirse en una de las estupendas astracanadas de Arniches más que en las muy trágicas tragedias del monstruo inglés, a fin de evitar que se remuevan los trágicos huesos de Shakespeare en su tumba, ningún conocedor de Macbeth daría un penique para que una tropa formada por los Camps, Arenas, Valcárcel y compañía se reconvirtieran en los nobles Macduff, Lennox o Ross, encargados en la obra de poner a Macbeth en su sitio, esto es, de cortarle la cabeza. El rey Lear, que bien puede considerarse como una continuación de Macbeth si ese alocado hubiera conservado la suya, arranca con la escena de un rey enloquecido que se dispone a repartir su reino entre sus tres hijas, como en el cuento del rey que tenía tres botijas (se ve que la paridad de género estaba entonces multiplicada por tres), y se encuentra con la negativa razonada de su hija más pequeña. Cómo acaba esa historia, todo el mundo lo sabe, o si no que se la lea, que le será de gran provecho.
Un provecho no solamente estético, sino que alcanza al corazón de las tinieblas de la historia. No es necesario ponerse cursi para asegurar que todo está escrito, solo que, como en el trato con las entidades bancarias, se trata de andarse con ojo con la letra pequeña. Lo malo es cuando todo se convierte en letra pequeña y hay que tener las lentes muy ajustadas para leer qué está pasando. Por eso Rajoy se parece tanto desde lejos al Moisés abandonado en una canastilla que desciende por el río hasta que Soraya lo rescata. O a lo mejor es al revés, ya no me acuerdo. ¿Y Camps? Lo mismo es de una diabólica habilidad para hacer de educada canastilla simulada. Por volver a Macbeth: "Si todo terminara una vez hecho, sería conveniente acabar pronto".
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