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Desconfianza

Joan Subirats

Estos días la confianza está de moda en el escenario político institucional. O más bien la desconfianza. María San Gil, Aznar y Rajoy van tejiendo y destejiendo sus percepciones sobre quién les merece confianza. Los presidentes autonómicos y los líderes socialistas (en algunos casos, ambas cosas a la vez) van mostrando también el grado de credibilidad y de confianza que les merecen las maniobras que cada uno por su lado tratan de poner en práctica justo antes de los cambios que pueden avecinarse en el escenario de financiación autonómica. Seguramente, y sin estirar en demasía el argumento, podríamos aventurar que la situación en el País Vasco está llena de desconfianzas, acumuladas tras decenios de conflicto sangriento y de tribulaciones sociales de todo tipo. Cuanto más se complican las relaciones sociales, cuanto más entramos en lo que Michael Walzer califica como una "sociedad de lejanías", más necesitamos contar con depósitos o rincones de confianza en los que descargar las incertidumbres y las tensiones del día a día. Gobernar cada día es más complicado. Y la confianza es un bien cada día más escaso.

Nuevos colectivos expresan intereses tan generales o tan parciales como los propios partidos

En una obra reciente, Pierre Rosanvallon nos propone un marco analítico basado en la desconfianza como elemento explicativo de los males actuales del sistema democrático representativo y de sus posibles respuestas. El profesor del Collège de France nos recuerda que el sistema político liberal-democrático descansa sobre una cierta "reserva de desconfianza". Desde el punto de vista más estrictamente liberal, el recurso a la desconfianza viene marcado por el peligro constantemente presente de una evolución autoritaria del poder, cuya tendencia a abusar de su posición de privilegio se entiende como estructural. Como diría Benjamín Constant, "toda buena Constitución es un acto de desconfianza". Por tanto, los liberales tratan de construir un sistema político lleno de frenos, cautelas y controles cruzados que eviten abusos de poder. De hecho, el sistema administrativo burocrático reposa en el gran principio organizativo de las desconfianzas cruzadas, y así nos va. Desde la perspectiva democrática, las bases de la desconfianza son distintas. En este caso, la preocupación es conseguir que el poder político sea consistente con los compromisos adquiridos ante la ciudadanía y, por tanto, mantener la exigencia y la legitimidad inicial basada en la capacidad del poder de servir al interés general. La desconfianza se convierte así en contrademocracia, o en una democracia vigilante, que exige transparencia, rendición de cuentas, posibilidad de remoción y posibilidad de imputación. La creciente imprevisibilidad técnica, económica y social hace crecer la sensación de ingobernabilidad y de descontrol, pero al mismo tiempo recarga las exigencias sobre los gobernantes, al ser ellos quienes representan la única posibilidad de solución y de sentido colectivo que sigue atesorando la política, crecientemente desacreditada, pero crecientemente necesaria.

En este sistema de desconfianza generalizada, no es extraño que el informe presentado por la Generalitat sobre las razones del creciente abstencionismo de nuestra sociedad (www.gencat.cat), que ha coordinado el profesor Josep Maria Vallès, vuelva a recordarnos que nuestra ciudadanía mantiene un bajo interés por la política, una dificultad por la comprensión de los procesos políticos, una desconfianza notable en la capacidad ciudadana para influir en las decisiones de los políticos y una valoración baja o muy baja de las instituciones y, sobre todo, de los partidos y del personal político. Como dice el informe, "todas estas actitudes y opiniones configuran el fenómeno general de la desafección política". Sin confianza, no hay afecto. Pero lo que deberíamos preguntarnos es si necesitamos afección o más bien lo que tenemos que construir es un nuevo impulso de ciudadanía democrática basado precisamente en la desconfianza, en la capacidad de controlar una democracia institucional a la que ya no es posible querer sin más.

La abstención es significativa; crece de manera implacable y es mayor en los espacios en que las condiciones de vida son peores. Pero deberíamos evitar confundir participación política con ejercicio del voto. Se están diversificando los canales de expresión política. Mientras los partidos ven erosionada su credibilidad, surgen nuevos sujetos colectivos que expresan intereses tan generales o tan parciales como los propios partidos. Van apareciendo nuevas formas democráticas, más constantes y no tan ritualizadas como las elecciones. La gente expresa reivindicaciones, se queja, se expresa de manera significativa, a pesar de que no lo haga de manera sistemática y a través de los mismos canales. Hay notables formas de implicación civil, manifestada en espacios que, si bien no están institucionalizados, cumplen funciones claras de articulación. Y tampoco podemos olvidar la intervención social en muchos procesos locales y globales. Expresión, implicación e intervención son otros tantos aspectos de vida democrática no despreciables, y tampoco reducibles a esa forma aparentemente superior, pero limitada en sus aspectos emotivos y diarios, que es el rito electoral. No podemos pedirle a la gente que entienda y que comparta la política institucional si desde las propias instituciones cada día se entiende menos dónde estamos. Sin duda falta aún la capacidad de que ese conjunto de prácticas alternativas converja en una narración común, y tampoco está claro que ella sea posible ni deseable. Pero lo que no podemos hacer es despreciar por "negativa" esa forma democrática de participación que es la vigilancia desconfiada.

Joan Subiratses catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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