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Columna
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¡Hágalo usted mismo!

Cuando se han vivido muchos y variados años, acabamos haciéndonos un lío al intentar recordar las cosas por orden cronológico. Apenas nos acordamos de cuando tuvimos el primer teléfono portátil. Recuerdo vagamente que solía instalarse en el automóvil, que era un trasto de grandes dimensiones plagado de teclas y unido a una batería que era preciso llevar en la maleta del vehículo, que llenaba parte de su capacidad. No traspasaba los túneles y determinadas calles, con lo que su uso era entrecortado y deficiente. Ahora es un adminículo archiperfeccionado, que utilizan, en el cuenco de la mano, hasta los niños que llegan en patera.

Cada día se hace más difícil circular por Madrid en automóvil particular, salvo que se posea esa admirable pieza de recambio que se llama chófer. No quedan lugares para aparcar en la superficie, problema que se extiende al resto de España y no hay capital de provincia ni pueblo de regulares proporciones que ofrezca un hueco para que coloquemos nuestro vehículo. Da la impresión de que, en tiempos cercanos, llegaron gentes al lugar, entonces casi despoblado, dejaron los automóviles en cualquier parte y junto ellos se dibujaron y crearon las aceras, las playas de estacionamiento y, bajo tierra, los aparcamientos. Por el espacio exterior vagabundean millares de coches, supongo que hasta que se les termina el combustible y quedan abandonados de cualquier manera. Son decenas de miles los ciudadanos que consumen mucho tiempo en el desplazamiento cotidiano, en ocasiones, cuatro veces cada jornada. Personas enlatadas en el utilitario, víctimas de los atascos, neuróticos al acecho de una plaza que milagrosamente quede libre, esclavos del reloj, la multa y la grúa. Y muchos más, los apresurados tras la camioneta o el autobús verde que enlaza con el metro para caminar un buen trecho hasta la oficina, el despacho, la fábrica, la tienda.

Hay un corto número de privilegiados que disfruta y se lucra con el tiempo perdido por los demás

En estas celebradas relaciones interhumanas, soportamos la insolencia y la sumisión a la tiranía japonesizada del progreso. Los economistas, por ahora, se abstienen de contabilizar los intervalos opacos, las horas desperdiciadas con el móvil pegado a la oreja esperando que el corresponsal nos atienda, escuchando la metálica voz que nos indica que el teléfono llamado carece de cobertura o, peor aún, esa soberana estupidez de afirmar que "según Telefónica", ese número no existe, cuando todos los números existen, invariablemente colocados entre el antecedente y el consecuente.

Para la gente adulta se añade una molestia suplementaria: la progresiva falta de destreza en los dedos, roídos por la artrosis, que, en tan diminuto espacio, yerran continuamente, equivocándose de corresponsal, perdiendo tiempo y el dinero de una llamada incorrecta. A lo largo de la jornada repetimos gestos estériles que abruman el quehacer de cada día, burros de noria con los cangilones agujereados, cometa sin viento, callejón de espejos sin salida, galeotes amarrados a una banda que gira sin rumbo y pocas esperanzas.

Apilemos los segundos, cuando vamos a pie, paralizados ante el semáforo que, tontamente, nos prohíbe cruzar cuando, a esa hora, ya pasaron todos los vehículos, aunque exista la lejana, ominosa pero posible amenaza de que un bólido pase por allí a velocidad excesiva. Y la insolvente paralización del cajero automático, averiado por causas ajenas o defectos propios, cuando más prisa tenemos en disponer de esos euros necesarios, sin que el cajero de carne y hueso pueda remediar nuestra urgencia porque no está en su mano.

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De otra parte hay un corto número de privilegiados, donde tanto nos gustaría estar, que disfruta y se lucra con el tiempo perdido por los demás, dedicado a diligencias intransferibles y gestiones personales. Son los ricos, los capitanes de empresa, liberados de los quehaceres inmediatos, que no hacen cola, que unos diligentes mecánicos llevan de un lado para otro, encontrando siempre el lugar más cercano y accesible para aparcar. Disponen de avión privado y su memoria está delegada en las eficientes secretarias y colaboradores que investigan, tamizan, escogen, esculpen el éxito y asumen el descalabro. De ellos es el reino de los negocios, las claves del poder. Una larga observación escrupulosa me ha llevado a la convicción de que los grandes hombres -no entraban en la experiencia las grandes mujeres- tenían tanto más éxito cuanto menos atención personal dedicaban a sus negocios. Quizá sea verdad que un buen asunto marcha solo. Lo de "hágalo usted mismo" queda como una fantasía americana.

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