"No tengo por qué irme de Euskadi"
Esther Pintado pisa fuerte, con la sensación de haber ganado la batalla y no haber caído derrotada ante las penalidades que le ha tocado vivir desde que ETA asesinase en noviembre de 1983 a su marido, Manuel Carrasco, 26 años, un obrero de la construcción en paro. Pisa fuerte porque sigue viviendo en Asteasu, junto a Villabona y Zizurkil, feudos abertzales, donde ha querido permanecer, seguir viviendo con la cabeza alta, sin ceder a presiones ni a habladurías, para demostrar que no tiene nada que ocultar ni de qué arrepentirse. Pero, sobre todo, pisa fuerte porque, en estos 25 años, y desde la más absoluta soledad, ha sacado adelante a su hija Estíbaliz, que era un bebé de apenas 15 días cuando asesinaron a su padre. "Es una bella persona, pero me hubiera gustado que hubiera tenido el abrazo de su padre. Le ha necesitado mucho", dice.
"Quiero demostrar que soy una persona como las demás"
"Mi hija haría lo que fuera por preguntar al asesino por qué disparó a su padre"
Esther aún se estremece al relatar aquel momento en el que, con 24 años y una niña recién nacida, cambió su vida del rosa al negro. Tuvo que ver la cabeza destrozada de su marido para convencerse de que le habían asesinado. Y hoy todavía espera que le den una explicación los dos amigos que le acompañaban aquel sábado a mediodía en un bar de Asteasu y que desaparecieron tras el atentado. "No dieron la cara. Se largaron en horas, sin despedirse. Les he buscado por Internet, pero no he logrado nada".
Su historia es la historia del desamparo que aquellos años padecían quienes eran víctimas de ETA y víctimas a la vez del vacío social que envolvía a los que padecían los atentados. Pero las circunstancias que rodearon a Pintado hacen aún más patética su experiencia. Con 24 años y una niña de 15 días a la que amamantaba -"se me cortó la leche del impacto", recuerda- se quedó sin marido, sin dinero, sin amigos, y bajo la sospecha de que "estábamos metidos en algo".
Ayudada por sus padres, pagó el funeral y la lápida para enterrar a su marido. Al funeral no asistió ni el entonces gobernador civil, Julen Elgorriaga, pero se excusó días después porque se encontraba fuera. Consiguió una pensión mínima y una casa que le dejó una amiga. Al año del asesinato, una mujer del pueblo le espetó: "Y tú, ¿por qué no te vas?". Una pregunta que lleva clavada en el alma.
"Yo me decía: seguiré aquí. Mi hija es de aquí y va a seguir siendo de aquí. No tengo porqué marcharme de este país, donde vine siendo muy pequeña, y dejar a mis padres y mi familia. No he hecho nada. Quiero demostrar que no estoy metida en nada y soy una persona como las demás", relata.
"Los primeros años fueron muy duros, en los que ves a los que eran tus amigos cómo te miran y no son capaces de invitarte a un café. Yo estaba aterrada, lloraba y me hacía un montón de preguntas. Entre ellas, qué habré hecho yo para merecer esto", recuerda.
Durante nueve años cobró una pensión mínima hasta que desde el Gobierno vasco le comunicaron que su hija tenía derecho a percibir una beca y a cobrar una ayuda. Años después, le llamó la directora de la Oficina de Víctimas del Gobierno vasco, Maixabel Lasa. Ninguna asociación se había puesto en contacto con ella. En 1999, tras leer que se estaban conediendo medallas de honor a las víctimas de ETA, solicitó una al Ministerio del Interior. Le respondieron que explicase porqué pedía la medalla. "Tuve que llenarme de valor para contestar que lo hacía porque vivía sola con mi hija y creía que tenía el mismo derecho que las demás. Y que exigía ese reconocimiento porque mi marido era inocente". Se la dieron.
Ha vivido estos 25 años en un feudo de Batasuna y cree que el actual alcalde, aunque del PNV, "no será capaz de hacer un homenaje a mi marido, como es su deber según la ley". Su hija Estíbaliz ha estudiado en la ikastola y convive con naturalidad con jóvenes radicales. ¿Guarda rencor?. "Ella haría lo que fuera por preguntarle al asesino de su padre por qué le disparó", responde. Ella sí que le ha seguido la pista desde su detención en Francia y sabe que sigue en la cárcel. "Si me lo cruzara en la calle, le reconocería con mirar su cara".
Está convenciada de que también entre las víctimas hay clases. Se queja de que la atención se haya centrado siempre en las mismas protagonistas, todas con mayor resonancia mediática. Cree que es hora de que se conozcan también los casos de quienes lo han llevado en solitario y sin atención, pese a que el sufrimiento es el mismo. Ella está contenta con el resultado de su experiencia. Acudirá hoy al homenaje esperando comunicarse y recibir el calor y la confidencia de otras víctimas.
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