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Columna
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Los lectores

Las ferias del libro forman ya parte de los hábitos de la primavera. Según las reglas de la vieja poesía, resultaba oportuno acudir a las flores y los campos para cantar el vitalismo mundano de la primavera. Hoy podemos dirigir la mirada a otros lugares. Delante de las puertas de los colegios, las madres jóvenes salen del invierno con una belleza de ropa libre y piel descubierta que germina poco a poco sobre las indecisiones del sol y de la lluvia. Las noticias pueden escaparse de las ventanillas abiertas de los coches y volar sobre las aceras de las ciudades, que están de mejor humor, mezcladas con la luz y con los libros. Porque las plazas y los parques se llenan de casetas, carpas, altavoces, fotos de escritores, cajas que las distribuidoras llevan de un sitio a otro, editores que vigilan la exposición de sus libros, jefas de prensa, mesas redondas, conferenciantes que se esfuerzan por escapar de sus inevitables palabras invernales, talleres de escritura, premios, listas de ventas y lectores, cada vez más lectores. Pocas cosas se parecen más a la naturaleza en ebullición que el extenso y recóndito vivir de los lectores. Los novelistas y los poetas hablan con ellos, escuchan sus historias, les firman sus libros y se encuentran en medio de la vida, esa vida de papel y corazón de la que ellos mismos han salido. Hay de todo en la viña de las ferias del libro. Uno puede viajar, recorrer muchos kilómetros, llegar a una caseta o a una carpa y verse casi solo, sin el periodista anunciado, que acaba de anular la cita, y sin el público que, según los organizadores, iba a acudir al acto. Mala suerte, es que coincide con el partido de fútbol, murmura alguien que suele pasarlo peor que el escritor desairado. En otras ocasiones llega uno a lugares abarrotados, con gentes que se impacientan y se quejan de los periodistas que impiden con sus preguntas el comienzo del acto. Un aire de triunfo, de atención generosa, de apasionamiento, envuelve cada palabra del escritor, mientras alguien le murmura que el éxito tiene valor doble, porque había un partido importante de fútbol.

Entre la soledad y la multitud, la literatura sigue su camino. Es muy raro que, tanto en la tristeza paciente de los lugares vacíos como en los agobios de las citas multitudinarias, no aparezca un lector con su historia, el relato de un momento inolvidable en el que sintió la compañía de un libro. El escritor tampoco olvidará nunca la compañía de sus lectores. No olvidará a la abuela partidaria de la rima y las estrofas clásicas que se aficionó a la poesía contemporánea para intentar comprender a su nieta, que se pasaba las horas encerrada en su cuarto, con un libro de versos como única obsesión. O al joven homosexual que tomó un tren y se despidió tímidamente de otro joven muy guapo. Por fortuna para los dos, dejó antes de irse un libro, la indicación de una página precisa y un número de teléfono. No olvidará nunca a la muchacha que trabajaba en Somalia, en una ONG, y movió Roma con Santiago para que llegase hasta Mogadiscio un ejemplar del nuevo libro publicado por un autor muy necesario para ella. No olvidará al chico gordo y a la muchacha tartamuda que se encerraron en su cuarto y aprendieron a luchar contra las risas del mundo con un libro en las manos. No olvidará a todos los lectores que le recordaron con sus historias a un adolescente con su mismo nombre, que decidió dedicarse a la literatura porque sus sentimientos, sus miedos, sus orgullos, sus manías, sus azares, su buen humor, su mal humor, su pasado y su futuro ya eran inseparables de los libros que había leído o que le faltaban por leer. No los olvidará nunca, porque sabe que sin lectores serían imposible las palabras habitadas, las historias habitadas, los libros habitados. Quizás el mundo llegue alguna vez a ser perfecto como un poema puro. Es posible, pero estará vacío.

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