Patriotismo de frontera
Vivimos momentos de exaltación patriótica subidos como estamos en la ola de las conmemoraciones del segundo centenario del 2 de mayo, tan audazmente instrumentalizado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre. Aquel momento de sublevación popular, punto de partida de la que luego fue conocida como guerra de la Independencia contra Napoleón, sumaba elementos tan confusos como sublimes pero ha sido ahora reescrito en muchas direcciones al servicio de las contrapuestas necesidades políticas actuales. Así que, de modo súbito, algunos que sostenían que la realidad de España era la de la nación más antigua de occidente con quinientos o mil años de historia a cuestas, han visto la ocasión de fijar en esta fecha mucho más reciente su nacimiento. Así nos hemos visto privados de los íberos y los celtas, de Indívil y Mandonio, de Viriato pastor lusitano, de Numancia, de los Concilios de Toledo, de la abjuración de Recaredo, de don Pelayo, del Cid Campeador y de los Reyes Católicos.
Todo ello se ha impulsado en aras de un recuperado patriotismo de frontera. Una frontera que estuvo en Madrid, en Cádiz, en el Ebro, en Vitoria o en vaya usted a saber. Un patriotismo de situaciones límite en las que se exige adhesión sin flaquezas, que abomina del natural pluralismo de ideas, que entiende la disidencia como sinónimo de decadencia o mejor de traición. Que representa la vuelta a un trasnochado patriotismo, cuna tanto del heroico sacrificio individual como del crimen organizado, al que aludía el doctor Johnson cuando lo consideraba el último refugio de los canallas, susceptible de arroparse en la más obvia trivialidad, como el folclore o el equipo nacional, por emplear los términos de Jorge Vigil Rubio en su Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales.
Ese mismo patriotismo de frontera es el que viven de modo permanente las poblaciones de Ceuta y Melilla o de Hawai, las Malvinas o la Guyana, que cada día se emocionan con las ceremonias del izado o arriado de la bandera española, americana, británica o francesa, mientras suena el himno nacional respectivo. Una versión del patriotismo que viene marcada por la distancia geográfica a sus capitales sumada a una vecindad reivindicadora. Son situaciones límite, con exigencias muy determinadas, que no pueden trasponerse a los ciudadanos residentes en Madrid, Washington, Londres o París, donde la protesta fervorosa contra el Gobierno se ejerce como un saludable derecho democrático, sin que desdiga de la condición patriótica de los manifestantes, ni quepa entenderla como deserción frente al enemigo, merecedora de las más graves sanciones.
Pero abandonemos ya esta digresión y evitemos entrar en polémica con las ediciones ficticias del 3 de mayo de 1808, que titulan "Por el Rey, por España", y señalan que "el pueblo madrileño se alza en armas contra el invasor francés". Sin aclarar que el rey Carlos IV se encontraba en Bayona, huésped de Napoleón, en quien abdicaría, y que había nombrado como su lugarteniente a Murat. Mientras que las patrullas militares conjuntas hispano-francesas se esfuerzan por devolver la calma a Madrid y sólo los capitanes Daoiz y Velarde resisten las órdenes superiores, toman el control del parque de Artillería de Monteleón y proceden a repartir al pueblo las armas allí almacenadas. En todo caso registremos que se trataba de algo insólito, fuera de los cálculos del emperador, que nada parecido había enfrentado en la guerra en que andaba ocupado desde Moscú hasta Lisboa y desde el Báltico al Mediterráneo, ni tampoco de la clase dirigente española.
Porque la cuestión a la que íbamos es otra más concreta, referida al fenómeno que se ha dado en llamar patriotismo de partido, bajo cuya invocación se ha guarecido el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en la primera legislatura del 2004 al 2008. Sus consejeros áulicos explicaron lo conveniente que resultaba que el Partido Popular, adversario principal, anduviera echado al monte, afiliado a la paranoia de la conspiración del 11-M, conforme a las instrucciones radiadas por la COPE de Federico o impresas por el diario de Jota Pedro. Ante esa amenaza del maximalismo, el grito de ¡que viene el lobo! cobraba plena verosimilitud y el Partido Socialista, sus afines y votantes, aceptaban la renuncia a disentir de las políticas de ZP. Pero éstos son otros lópeces y si Mariano Rajoy baja al llano y descabalga el tigre, si la guardia pretoriana de Zaplana y Acebes queda licenciada, en el PSOE se abrirá un amplio espacio para que se escuchen distintas voces. Una situación de la que ayer mismo daba cuenta la primera página de EL PAÍS bajo el titular de "Rebelión en el PSOE por el modelo de financiación que quiere Cataluña".
Rajoy está en el alambre porque su afirmación de que nunca olvidará a un Acebes, que le había dicho antes que no contara con él, trae el añadido del agradecimiento a su "absoluta lealtad", es decir, el reconocimiento de que fue el ejecutor de la política de un presidente, que ahora prefiere cambiar de partitura. ¿Acreditará Rajoy el temple exigible a un director de orquesta o el congreso de Valencia sólo servirá para instalar la provisionalidad? Atentos.
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