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Paisaje antes de la batalla

Tras las elecciones generales del pasado 9 de marzo, y con la apretada agenda congresual de los próximos junio y julio ya en el horizonte, el panorama político catalán se presenta, de aquí a final de curso, sencillamente apasionante. Si aparcamos por hoy los enredos internos del Partido Popular en Cataluña -tiempo habrá de analizarlos como se merecen-, los grandes hitos y las grandes incógnitas del trimestre que ahora comienza se llaman, por este orden, Esquerra, Convergència y PSC.

El 25º congreso de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) es, desde luego, el más difícil de pronosticar, y ello por dos razones. Porque el ADN del septuagenario partido incluye el gen de la imprevisibilidad y porque, con cuatro fracciones en liza que pueden aliarse bajo combinaciones distintas, cualquier augurio resulta muy arriesgado. De todos modos, es posible que prevalezcan en la asamblea republicana las fuerzas del establishment, quienes saborean las mieles del poder institucional y no están dispuestos a escupirlas para volver al arduo testimonialismo. Que ERC quiera fortalecer su identidad en el seno del Gobierno tripartito, que no considere esta alianza la única posible y explore acercamientos a Convergència, es de una prudencia táctica elemental, pero no tiene por qué impedir el triunfo del pragmatismo.

El panorama político catalán se presenta, de aquí a final de curso, sencillamente apasionante

Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) afronta su 15º congreso con la construcción de la "casa gran del catalanisme" todavía en la fase de movimiento de tierras, aunque confortada por las discordias hídricas de sus adversarios y por la sensación general de fragilidad que envuelve al Ejecutivo de José Montilla. Tras una década sufriendo el síndrome de la emulación con respecto de Esquerra -a ver cuál de los dos partidos exhibía más músculo patriótico- parece resurgir entre los convergentes el anhelo de centralidad: la conciencia de que un partido catalanista catch all -ésa fue la exitosa fórmula de Jordi Pujol- no puede prescindir de aquellos sectores moderados, más proclives a la gestión que a la lírica, a los cuales se etiquetó durante lustros como roquistas y cuya representación actual suele atribuirse al alcalde de Sant Cugat, Lluís Recoder. Por consiguiente, y sin que quepa esperar ni un giro copernicano ni ninguna clase de purga, es razonable prever que el círculo de poder orgánico y de orientación estratégica en torno a Artur Mas (el pinyol) se amplíe por acumulación, incorpore sensibilidades más diversas y sea capaz de combinar el nacionalismo de los grandes ideales con el de las cosas concretas.

Cerrará la serie, poco antes de la pausa vacacional, el 11º congreso del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE). Cuando una organización política preside y gobierna mayoritariamente la Generalitat, participa del Ejecutivo estatal, controla los grandes ayuntamientos del país y tres de las cuatro diputaciones provinciales, y además acaba de cosechar unos resultados electorales como los del 9-M, resulta casi imposible que se sustraiga a la euforia y la autocomplacencia. Sin embargo, tal como subrayaba el otro día en privado un ilustre veterano de la casa, el PSC tiene también ante sí un montón de desafíos tácticos de primera magnitud. El debate público de estas semanas a propósito del grupo parlamentario propio en el Congreso es sólo un indicio de problemas más profundos: en 2008, el reto de los socialistas catalanes ya no es quitarse de encima el viejo estigma de sucursalismo, sino gestionar la contradicción creciente entre sus intereses y los del fraternal binomio Moncloa-Ferraz.

Todo lo escrito hasta aquí, no obstante, parte de una hipótesis incierta y problemática: que lleguemos al mes de agosto sin sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006. Si, por el contrario, el alto organismo resuelve antes de las vacaciones, y si lo hace en el sentido que el perfil ideológico de sus magistrados hace temer a muchos, entonces la política catalana podría verse sacudida por un verdadero tsunami.

No me tomen por agorero, pero supongamos que el tribunal anula por inconstitucionales la referencia del preámbulo a Cataluña como nación y algunos aspectos sustantivos del articulado (el deber de conocer el catalán, la bilateralidad...) o los interpreta decididamente a la baja. No hace falta una bola de cristal para prever los efectos que una sentencia de este tipo tendría sobre el debate interno de Esquerra Republicana: no sólo iba a multiplicar el predicamento de quienes, como Joan Carretero, ven en la anulación del Estatuto el mejor trampolín hacia la independencia; serían las propias fracciones de Carod y Puigcercós las que, presionadas por la militancia, abanderarían el discurso de la radicalización y la ruptura.

¿Y en el seno de Convergència? Es obvio que, en ese eventual escenario, las tesis de moderación, pragmatismo y pactismo de los herederos de Miquel Roca serían desarboladas y barridas por los planteamientos más soberanistas. CDC se vería lanzada otra vez a una surenchère patriótica con ERC por cuál de las dos siglas capitalizaba más el desaire, el bofetón del Estado a nuestra dignidad colectiva, o se vería empujada a confluir con los republicanos en una táctica de frente nacionalista. En cuanto al PSC, tampoco su suerte tendría nada de envidiable, con el presidente Montilla emparedado entre el choque frontal con el PSOE o la ruptura irreparable del tripartito, entre la crisis orgánica y el naufragio político.

Por supuesto, estoy muy a favor de la independencia de los tribunales, lo cual no significa que crea siempre en ella. Pero, al mismo tiempo, ¿no es una obligación primordial de los responsables públicos -incluidos los magistrados- sopesar y calibrar bien las consecuencias de sus decisiones?

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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