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Columna
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Modernas hogueras

Hay en una plaza de Berlín, la Bebelplatz, un monumento singular. Se trata de una obra subterránea que requiere -sobre todo de día cuando su iluminación se funde con la claridad- la atención y la colaboración del caminante. Tienes que acercarte, bajar la mirada y descubrir, bajo una gran baldosa de cristal, una biblioteca blanca, con todos los estantes vacíos. El monumento recuerda, quiere no olvidar, que el 10 de mayo de 1933 los nazis quemaron allí más de 20.000 libros. La obra se completa con esta frase de Heinrich Heine, escrita en 1817: "Eso fue sólo un preludio, ahí donde se queman libros, se acaba quemando a personas". (Más que lúcidamente escribió Kafka que el escritor es a veces un reloj que adelanta). Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451 publicada en 1953 -y que luego llevó al cine François Truffaut- también imaginó un poder empeñado en la quema de libros, pero situó la acción de su obra en el futuro, como avisándonos de que hay horrores que la Historia repite, y que esas hogueras, a poco que nos descuidemos, pueden siempre volver a encenderse.

Convivimos con el creciente desprecio por la palabra y la pobreza del sistema educativo

Existen lugares en el mundo donde esas cosas han vuelto a pasar o nunca han dejado de hacerlo, donde los libros son mutilados, destruidos, perseguidos, desterrados o peor junto con sus autores. En nuestro primer mundo podemos afirmar con rotundidad que esas atrocidades ya no se cometen. Que las hogueras, reales o metafóricas, de libros no sólo se descartan sino que se desprecian; que se consideran uno de los símbolos más explícitos del totalitarismo, el atropello de derechos fundamentales, la barbarie. Que resulta inimaginable que en una plaza de nuestras ciudades alguien o alguna forma de institución o de poder organicen una pira de libros. Ahora mismo me pongo a imaginarlo y no me da la cabeza, o sólo me da si coloco la escena en otra dimensión, si me la represento como una forma de extravagante performance, como una de esas desconcertantes intervenciones a las que nos tiene acostumbrados el arte contemporáneo.

He escrito lo anterior en un tono visible y firmemente asertivo, exageradamente afirmativo como una forma de introducir en mi enunciado la ironía y de sembrar así la interrogación, y en cualquier caso de recoger mis dudas, en esta semana del Día del Libro. Porque sinceramente, o lo que es lo mismo, inhóspita, desamparadamente me pregunto si no son fuegos muchos de los fenómenos con los que nos estamos acostumbrando a convivir, como el creciente descuido de o desprecio por la palabra; la escasa por no decir nula invitación de nuestras pantallas a la exigencia intelectual, a la percepción crítica de la realidad, a la reflexión o al auto-conocimiento; y sobre todo la pobreza de nuestro sistema educativo (el escalofriante porcentaje de alumnos que después de no sé cuantos años de escolarización tiene serias, disuasorias, dificultades de lectura); si todos esos fenómenos, tan visibles, no son nuevas formas de hogueras de libros en la plaza pública. Modernas hogueras donde arden en el presente de todos y para el futuro de estos jóvenes analfabetos funcionales (¿o habrá que decir funcionariales?), donde arden cumbres de la creatividad y la libertad humanas: del progreso ético, la exigencia intelectual, la exploración estética. Y poco a poco se reducen a cenizas, a silencio, a nada.

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