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A merced de una corriente salvaje

Alberto López Basaguren

Cuando Henry Roth, el escritor norteamericano de origen judío-oriental, sintió la necesidad de escribir la novela de su vida, rompiendo más de 30 años de silencio literario, recurrió para titularla a la figura que William Shakespeare había puesto en boca del obispo Moesly en el acto III de su Henry VIII: mercy of a Rude Stream. Su vida había transcurrido a merced de una corriente salvaje que no había sido capaz de dominar, arrastrado violentamente, sin remedio, y de cuyas consecuencias nunca pudo liberarse.

Esa misma figura expresaría de forma certera el desarrollo vital de ETA y de esa izquierda abertzale que, social y políticamente, comparte vida con ella, con la que ha nacido y se ha desarrollado y de la que, muy mayoritariamente, ha sido incapaz de desligarse. La utilización del terrorismo como forma de intervención política es vergonzosa moralmente y arrastra de forma irremisible a quien pretende navegar en sus aguas, dificultando hasta la imposibilidad cualquier travesía política. Quien así lo hace, antes o después, casi sin remisión, acabará golpeado contra las rocas. La ilegalización de Batasuna y sus sucedáneos y los procesos penales contra la llamada trama civil son su manifestación más llamativa.

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Se corre el riesgo de un exceso de derecho penal contra la izquierda 'abertzale'

Ese mundo político lleva mucho tiempo siendo incapaz de resolver el gran dilema entre dos necesidades contrapuestas: la de que ETA perviva y la de que desaparezca para siempre. Encuentra en la organización terrorista, al mismo tiempo, su fortaleza y su debilidad. Le debe lo que es y gracias a ella multiplica su fuerza, más allá de sus apoyos electorales. Pero, en la medida en que el rechazo al terrorismo se ha ido fortaleciendo, especialmente en la propia sociedad vasca, la pervivencia de la actividad terrorista ahuyenta a parte de su electorado, restándole importancia cualitativa, y anula su capacidad para protagonizar el cambio que propugna. Necesita prescindir de ETA, pero no está dispuesto a renunciar a lo que le aporta.

Esa izquierda abertzale es responsable de su propio periplo vital; pero algunas circunstancias han facilitado su desbordamiento. Las visiones irredentistas han seguido seduciendo, en mayor o menor medida, especialmente en el nacionalismo y en alguna izquierda. La aceptación de una motivación política en la base del terrorismo a la que abocan ha transmitido una suerte de atenuante, aun cuando fuese acompañada de su condena más radical. Y ha llevado a eludir la constatación de Orhan Pamuk (Me llamo Rojo): "Al contrario de lo que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen demasiado". Se ha facilitado la justificación del fanatismo ase-sino. Se ha permitido que ese mundo perciba que la existencia de una motivación espiritual hace disculpable la violencia, en lugar de obligarle a asumir que la violencia es más perversa cuanto más espiritual sea la motivación que la impulsa, menos disculpable cuanto más consciente, como nos enseña Friedrich Dürrenmatt en Justicia. En definitiva, ha permitido a sus integrantes eludir la necesidad de afrontar, sin lugar a escapatoria, la más absoluta deslegitimación de la violencia, tanto desde un punto de vista moral como político.

Las corrientes torrenciales suelen desbordarse de sus cauces, arrastrando lo que encuentran a su paso. Algo de eso nos está ocurriendo. El nacionalismo institucional, considerándose inmune a sus efectos destructores, ha quedado seducido por la fuerza de la corriente y por los beneficios que pudiera reportarle. El Pacto de Estella y el Plan Ibarretxe, aun en sus distintos significados, son dos de sus expresiones más relevantes. Ha aceptado convivir política y socialmente con esa izquierda abertzale, sin mostrarle que sus vinculaciones políticas no podían llevar sino al ostracismo político. Ha reconocido a ETA como interlocutor político legítimo y le ha permitido constatar que el recurso a la violencia no ha sido baldío.

En esas circunstancias, ¿cómo extrañarse de que esa izquierda abertzale, con ETA a la cabeza, trate por todos los medios de recoger los beneficios? El proceso de negociación, permitiendo un espejismo que acabó demostrándose impracticable, reforzó el mismo mensaje. Y permite entender que el sentimiento de derrota con el que ese mundo entró en la tregua se extinguiese tan rápidamente durante su desarrollo.

También el sistema democrático corre el riesgo de ser afectado por la corriente si en la lucha contra el terrorismo no es capaz de combinar, con coherencia, firmeza y respeto a sus fundamentos, que son los que le dan sentido y le otorgan mayor fortaleza.

La lucha contra la actividad terrorista no ha tenido cuartel. Pero durante decenios se ha mantenido inmune al entorno civil de la banda, ignorando la facilidad con la que, en la cercanía de la actividad delictiva, se traspasa la frontera de lo lícito, casi de forma inconsciente. Tanto más cuanto mayor sea la sensación de impunidad que se transmita.

Si el expediente de la legislación antiterrorista se superó, especialmente en los años ochenta, con importantes sombras, en los últimos tiempos, cuando, finalmente, parecen haberse descubierto las virtudes del cerco a ese entorno civil, se ha entrado en tromba por la vía penal, como si se necesitase recuperar apresuradamente el tiempo perdido. Pero el Derecho Penal no puede usarse a bulto. Porque no todo lo que se mueve en el entorno de la banda es actividad delictiva. El Derecho Penal no puede sustituir a la política en el rechazo de quienes juegan en la inmoralidad.

En este proceso, parece que algunos jueces corren el riesgo de dejarse arrastrar por la corriente. Existen hipótesis que son seductoras y, seguramente, ciertas en muchas ocasiones; pero deben ser probadas individualmente y sin forzar la construcción de la responsabilidad penal realizada en el marco del Estado de derecho. El exceso no puede ser la alternativa a la desidia.

Nuestros jueces supremos han demostrado en numerosas ocasiones reunir aquella condición de "hombres de Estado" a la que se refería Alexis de Tocqueville (De la démocratie en Amérique) cuando hablaba, con tanta admiración, de los jueces federales norteamericanos. Necesitamos que, en el filtrado de las decisiones judiciales sobre esa trama civil, vuelvan a demostrar que, como aquéllos, además de los méritos exigibles a cualquier juez, poseen el de saber apartarse de la corriente cuando la riada amenaza con arrastrarles junto a la obediencia debida a las leyes.

Necesitamos que garanticen el imperio de la ley en toda su extensión, sin ámbitos de inmunidad, pero sin desbordar los fundamentos de nuestro sistema penal. Porque dotarán al sistema democrático de una fuerza moral y política superior, que nos permitirá defendernos mejor de sus enemigos protegiéndonos, al mismo tiempo, de nosotros mismos.

Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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