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Reportaje:

La mujer que jugó con fuego

Una memoria por el Madrid de Rosario Sánchez Mora, la fallecida miliciana dina mitera del PCE

A Rosario Sánchez Mora, La Dinamitera, nunca le gustó salir de su casa de cualquier manera. Coqueta y enemiga de la improvisación, se ahuecaba el pelo cano en la peluquería del barrio, oscilante entre Puente de Vallecas y Pacífico, en vísperas de algún acontecimiento importante. Asistía a los homenajes, los actos de desagravio, con su chal bordado con los colores de la República. Bajo la tela roja, amarilla y morada, el hueco rosa donde debería haber estado la mano derecha. La que voló por los aires en septiembre de 1936 en una casita cerca de Buitrago, el cuartel general del grupo de barreneros, en los primeros meses de la defensa de Madrid por el frente de Somosierra. Ya estaba entonces afiliada al PCE. Pagó las cuotas hasta este mes de abril, en el que falleció en el hospital Gregorio Marañón.

El proceso se lo había explicado el capitán Emilio González González, natural de Sama de Langreo. Rosario, de 17 años, nacida en Villarejo de Salvanés y trasladada a Madrid para cuidar niños ajenos, debía rellenar los recipientes con clavos, tornillos y cristales. Después se remataba todo con la dinamita. Así se hacía una bomba lata. Pero aquel día había llovido. Aquello no prendía bien. La mecha estaba fría, pero la llama recorría el interior del explosivo. Rosario esperaba una señal para soltar el artefacto. En lugar de eso vio su mano volar. "La perdí, pero no me importó. La apuesta era dar la vida", repitió después.

Desde entonces, su vida estaría ligada al fuego. Unos cuatro años después de concluir la Guerra Civil, de recorrer todas las galerías de las prisiones del franquismo y sufrir un exilio obligatorio en un pueblecito de El Bierzo, en León, empezó a trabajar de cerillera en la plaza de Cibeles. Decidió romper su alejamiento, hacer añicos la orden de un tribunal militar, por el deseo de volver a ver a su hija Elena, que ya tenía cuatro años y vivía en casa de sus suegros.

Vendía Rosario cigarrillos sueltos y tabaco americano de contrabando, papel de fumar y lotería. Entonces, las cerilleras, con una caja colgada del cuello, se paseaban, sobre todo, entre la plaza de Santa Ana y la esquina de la carrera de San Jerónimo. Frecuentaban, después, los bares de la calle Echegaray. La suerte mejoró y alquiló el estanco en el que se proveía. El establecimiento estaba en la parte baja de Puente de Vallecas, cerca de la boca del metro. Allí, en el piso superior al de la tienda, vivió hasta su jubilación.

"No hablaba mucho de esas cosas, de su vida cotidiana", recuerda una de sus mejores amigas de los últimos años, Carmina. De carácter "vehemente", por no utilizar un más descriptivo "de mal genio", era una mujer, sin embargo, "cariñosa". Aficionada a la pintura, guardaba sus recuerdos en gruesos cuadernos de anillas y, en los años finales, en unas grabaciones de vídeo caseras hechas por una sobrina nieta.

"Hablaba de su historia en la guerra de una manera mecánica, como si lo hubiese repetido mil veces, y era muy difícil entablar con ella una conversación personal", recuerda Carlos Fonseca, autor de su biografía, Rosario Dinamitera. Una mujer en el frente. De hecho, según Fonseca, Rosario siempre sostuvo que estuvo condenada a muerte y "no era cierto".

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También contribuyó a ese retraimiento en la recta final una desgracia familiar que afectó a uno de sus nietos.

"Ella era muy independiente, muy rebelde hasta el final y vivió siempre a su aire, aunque una señora le hacía la casa una vez a la semana", recuerda Carmina. Para entonces, se había mudado a un piso en Conde de Casal. Sincera y visceral, dicen, pero hospitalaria y generosa. Dos días antes de morir recibió la visita de unas amigas en el Gregorio Marañón, donde murió con 89 años el pasado día 17. Les señaló una esquina y les dijo: "Tengo el frigorífico lleno, coged lo que queráis".

La vida sentimental de Rosario también fue agitada. Perdió la pista de su marido, Paco, cuando él se marchó al frente de Teruel en 1938. Volvió a verle, mientras vendía mercancía, 15 años después. Se había casado con otra mujer y vivía en Oviedo. Ella también tenía un hijo y un marido nuevos. Su matrimonio había sido anulado por Franco. Rosario aún recordaba los detalles de su corto noviazgo, cómo iban "de paseo" y cómo ella evitaba "hasta los besos, no se vaya usted a creer".

Una de las preguntas más recurrentes fue cómo conoció la miliciana a Miguel Hernández. Al quedarse embarazada, en 1937, se quedó en la centralita de un edificio en la calle O'Donnell. Uno de los habituales del chalecito en el que la brigada de El Campesino tenía su cuartel general era el poeta Antonio Aparicio, amigo de Hernández. El poeta de Orihuela apareció en el edificio con el famoso poema Rosario, dinamitera, y se lo tendió. Desde entonces, Rosario se hizo muy amiga de los dos poetas. También del premio Nobel Vicente Aleixandre.

Cuando ya contaba su vida en cuenta atrás, anciana, sus recuerdos se centran en su padre. "Me moriré sin saber nada de él", era su sentencia. Rosario y su padre fueron separados en Alicante, mientras esperaban un barco que nunca llegó.

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