La escritura verdadera
Antonio Orlando Rodríguez (que es autor de literatura infantil, lo cual lo pone en contacto con la naturaleza protectora atribuida a los enanos, según sucede en La bella durmiente) ha diluido su voz narrativa en la espesa estructura de su relato. Un inteligente ejercicio de disimulo autoral. No estamos hablando de un simple arabesco. Estamos hablando de un criterio de organización de la voz narradora. En principio, la novela que leemos son las memorias de Chiquita, la heroína. Pero son las memorias dictadas a un periodista, hacia los años treinta, en Nueva York. A la muerte de nuestra pequeña protagonista, el periodista se pone en contacto con el autor. De todo ese material tan apetitoso se pierden algunos capítulos. Éstos, le son relatados a nuestro autor de memoria, con las consiguientes elipsis que considere el periodista o las lagunas que el tiempo transcurrido le ha impuesto severamente. Es en estos relatos orales y en todo el texto cuando el autor acota notas al pie de página. Estas notas enmiendan la plana no se sabe siempre bien si al periodista o la misma Chiquita. Así tenemos, una novela contada en primera persona pero traducida a una voz omnisciente. La que nosotros leemos. Y así ha forjado Rodríguez la escritura de su novela. Mediante trueque e impostaciones de voces. Al final, en medio de toda esta selva de conjeturas, de hechos apócrifos y plausibles circunstancias, en medio de todos esos timbres que pueblan esta bella historia, se desliza la escritura verdadera: como simulación, como ocultación, detrás de todo lo cual no obstante oímos siempre esa vocecita orgullosa e imperativa, y con cierto deje de melancolía de la más que probable verdadera Espiridiona Cenda.
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