La propia sangre
Si bien la tarea de leer un libro para luego comentarlo es por lo general una actividad placentera, no es tan común que las obras frente a las que el reseñista ha de vérselas contribuyan a ello. Tal es la devaluación que sufre la literatura en la industria editorial de hoy en día. Cada nuevo libro de la canadiense Alice Munro (Ontario, 1931) es, por eso, una rareza. A diferencia de colegas suyos de fama y ego más estentóreos, a ambos lados del Atlántico, que pasan por valores literarios seguros pese a que los logros que los consagraron son asunto del pasado, Munro no defrauda nunca. A una edad en la que otros se acomodan y tocan desganadamente acordes sabidos, Munro mantiene los resortes engrasados, tratando, aunque parezca difícil, de superarse en cada libro.
La vista desde Castle Rock
Alice Munro
Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla
RBA. Barcelona, 2008
297 páginas. 19 euros
No otra cosa puede concluirse de esta nueva colección de cuentos, La vista desde Castle Rock, la número catorce en su haber además de una novela, Lives of girls and women, que por su estructura de historias entrelazadas es también un libro de cuentos. ¿Cuál no sería la fama de Munro, cabe preguntarse, si la relación en su obra fuese justamente la opuesta, una colección de relatos y catorce novelas? ¿Cuál no sería su fama si en lugar de centrar su indagación literaria en los entornos rurales de su Ontario natal, desvelando las paradojas y cuitas íntimas de pequeñas vidas en apariencia corrientes, en su mayoría de mujeres, hubiera frecuentado más las calles de las grandes ciudades y los egocéntricos desvelos de sus habitantes?
Y, sin embargo, en los retratos de esas madres, esposas e hijas que protagonizan los cuentos de Munro, en sus secretos que a menudo pasan inadvertidos para ellas mismas, en sus aflicciones, en sus dramas demorados, en sus fantasías ocultas, en los refugios donde se guarecen de la intemperie de las derrotas y los deseos insatisfechos, hay un mayor entendimiento de la condición humana que en tantas páginas grandilocuentes en las que otros pretenden apresar nada menos que el espíritu de la contemporaneidad.
Los personajes de Munro son poliédricos. Su vida cotidiana, el mundo doméstico en el que se encuentran apresados, puede que efectivamente resulte aburrido y monótono, pero, por el contrario, su mundo interior es complejo y desde luego nada sosegado. El proceder mediante el cual Munro nos desvela esa supuesta contradicción es también engañoso. Se trata de un estilo sencillo en la superficie, tan objetivo que parece neutro, pues no enfatiza ni juzga sino que procede por acumulación de datos que se suman sin jerarquías, pero a la vez tan minuciosamente trabajado en la argucia estructural, en el manejo del tiempo interno y de la elipsis, que los cuentos a que da lugar contienen una densidad de matices de la que carecen muchas novelas. Por eso son capaces de apresar en apenas treinta páginas toda una vida. Por eso admiten tantas lecturas, siempre hay algo que no hemos visto.
Esos mismos rasgos están presentes, cómo no, en los cuentos que conforman La vista desde Castle Rock. Lo que los distingue de la obra anterior de Munro es que todos ellos tienen un acusado trasunto biográfico. En cierto modo son lo más parecido a una autobiografía que Alice Munro ha escrito hasta la fecha. El volumen se divide en dos partes. Por un lado, la titulada Sin ventajas, donde se reúnen cinco cuentos en los que, apoyada en testimonios escritos por ellos (o bien cartas, o bien fragmentos de diario), Munro recrea la vida de sus antepasados escoceses (apellidados, como ella misma, Laidlaw), desde la generación anterior a la que en 1818 se embarcó rumbo a América hasta la generación, un siglo más tarde, de su padre. Por otro, la titulada Mi casa, donde se reúnen seis cuentos en los que Munro recrea algunos episodios de su propia vida, desde su primer año en el instituto hasta que, a raíz de un problema de salud a mediados de los noventa, empezó a interesarse por su pasado familiar. Es importante subrayar el verbo recrear, ya que, como Munro explica en el prólogo, ni en una ni en otra parte es del todo fiel a los hechos. Las de sus antepasados son piezas de ficción "dentro del marco de una historia auténtica" y "en un entorno tan verídico como puede llegar a ser nuestro concepto del pasado", y las de sí misma "conceden más importancia a la verdad de una vida de lo que suele hacer la ficción", pero no la exploran "de un modo preciso o riguroso". En cierto modo, ambos troncos representan métodos inversos de aproximación a la realidad, pero "al evolucionar (...) se han aproximado tanto que han acabado confluyendo en un solo cauce".
Ese cauce común se deja ver asimismo en el eje central sobre el que, más allá de la riqueza temática que caracteriza cualquier cuento de Munro, orbita el volumen entero, a saber: el hilo invisible que une el presente con el pasado. El pasado que se perpetúa en forma de creencias, de códigos de conducta transmitidos de padres a hijos, de leyendas familiares, de mitos, y el pasado que recibimos en la herencia genética y que nos hermana, a través del carácter, con personas que no conocimos. El pasado aprendido y el que surge como una revelación. El pasado de una nación, de un pueblo o de una cultura y el pasado individual. El pasado que queremos eludir, del que huimos y que ocultamos, y el pasado que enseñamos orgullosos. El pasado manipulado, imaginado, y el pasado cierto.
"El tremendo latido de la propia sangre", que dice Alice Munro en la última línea del epílogo.
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