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Crítica:IDA Y VUELTA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Balcones de ausencia

Antonio Muñoz Molina

Caminando por Londres al sol pálido de una tarde de abril me imagino a Juan Muñoz perdido por estas mismas calles hace más de treinta años, muy joven todavía, fugitivo de España, sediento de asomarse al mundo, con la mezcla de apocamiento y de temeridad que sobresaltaba entonces a quienes se iban, resuelto apasionadamente a ser algo y no sabiendo qué, o sabiendo tan sólo lo que no quería, empujado por una intensa vocación de mirar, a la manera de los grandes vagabundos urbanos de la literatura, los héroes haraganes de la caminata y la mirada. A veces ir por ahí sin hacer nada es el ejercicio espiritual más completo, aparte de un excelente ejercicio físico. Juan Muñoz contaba que se pasó un año entero en Nueva York y que en todo ese tiempo apenas hizo poco más que un dibujo. Pero cuántas cosas miraría, levantando los ojos justo hacia esa altura en la que ahora nosotros vemos algunas de sus obras, suspendidas en el aire o adheridas a una pared: un balcón tapiado al que nadie podría asomarse, una escalera de caracol que empieza y acaba en el vacío, el letrero vertical de un hotel. Caminando por Londres una tarde de principios de abril miro a la gente diversa que se cruza conmigo y me fijo en tantas cosas que reclaman la curiosidad del aficionado a las ciudades, pero entre mi conciencia y el mundo exterior permanece el recuerdo poderoso de los mundos de Juan Muñoz que he visto desplegarse ante mí y en torno mío en las salas de la Tate Modern, donde él tuvo su última exposición hace ya siete años, muy poco antes de morir.

Juan Muñoz: a retrospective

La exposición Juan Muñoz: a retrospective está abierta en la Tate Modern de Londres hasta el próximo día 27.

Juan Muñoz contaba que cuando era joven iba muchas veces por la calle apretando una navaja en el bolsillo; después la cambió por un mazo de cartas
En este artista inmune a las identidades y a las fronteras, uno sospecha un fondo de pesadumbres españolas. De golpe toda su modernidad cobra la fuerza de una pintura negra de Goya

No es posible eludir la melancolía de su muerte temprana al examinar los episodios de una evolución que parece acelerada por la intuición de un plazo que se acaba: los pasos de un itinerario cuyas primeras tentativas contienen en germen los hallazgos últimos, según el verso de Eliot que Juan Muñoz tendría muy presente, en mi principio está mi final. En la primera exposición de Juan Muñoz en Madrid, en el lento despertar español de los años ochenta, están ya los balcones que impulsan la mirada hacia arriba y transforman con su presencia elocuente y sumaria la lisura de una pared. Desde el mismo principio sus esculturas, en vez de ocupar un lugar inmóvil en el espacio ajeno a ellas por donde se mueve el espectador, suscitan un espacio enteramente suyo, tan ilusorio como el que habitan las figuras de un cuadro. Uno entra en una habitación de Juan Muñoz con la misma sensación de espejismo que si pudiera pisar las baldosas blancas y negras o caminar entre los arcos de una pintura renacentista. Eres un invitado y también un intruso. Las figuras geométricas del suelo aturden a la mirada con toda clase de engaños, como los trampantojos de la pintura barroca. Al fondo de la habitación, sentado al filo de una cornisa, sonríe un enano o un muñeco de ventrílocuo. Si uno se fija mucho advierte no sin aprensión que la sonrisa es también un gesto de pánico y que los labios del muñeco se mueven.

En otra habitación no hay casi nada más que la baranda de una escalera, sujeta a la pared blanca. La baranda es un objeto real y también un jeroglífico, el ideograma de una escalera que no existe, y por extensión de la casa invisible a cuyas habitaciones fantasmales permite subir la escalera. Pero la baranda esconde un secreto: está modelada para el tacto de la mano, para que los dedos se deslicen sobre ella con la suavidad de una caricia, pero en su parte interior hay escondida una navaja abierta.

Juan Muñoz contaba que cuando era joven iba muchas veces por la calle apretando una navaja en el bolsillo; después la cambió por un mazo de cartas, porque se hizo muy aficionado a los juegos de manos, a los trucos de magia, al prodigio modesto de los muñecos habladores que manipula un ventrílocuo vestido de frac: las cabezas grandes, los ojos saltones, las mandíbulas articuladas, la sonrisa demente, los carrillos rosados, las piernas vacías y colgantes. No me cuesta nada imaginarme a Juan Muñoz caminando muy joven por estas mismas calles de Londres por las que yo paseo siete años después de su muerte, acariciando en el bolsillo el mango de una navaja o los duros cantos de un mazo de cartas, deteniéndose delante del escaparate de un anticuario o de un chamarilero en el que ha atrapado su atención la mirada de un muñeco de ventrílocuo. La poética de un artista se va haciendo en un proceso muy lento de filtración de la experiencia. Yéndose de la España áspera y cerrada de su primera juventud Juan Muñoz pudo educarse en sus caminatas por las capitales del mundo, por Londres y Nueva York, pero también por Roma, donde lo arrebató la desmesura de los espacios barrocos, la escenografía fantástica de los palacios, las iglesias y las ruinas, la sugestión de vuelo ingrávido de los ángeles de mármol sobre las tumbas de los papas y de las figuras pintadas en la distancia vertiginosa de las cúpulas. Y sin embargo, en este artista inmune a las identidades y a las fronteras, uno sospecha un fondo de pesadumbres españolas: esos enanos atónitos son los que los niños nacidos en los años cincuenta veíamos con un estremecimiento de pena y de miedo en los circos de pobres y en las corridas burlescas del Bombero Torero; esos balcones que parecen tan abstractos son balcones de ciudad de provincias española, de esa capital de provincia que se esconde todavía en el centro de Madrid. Son balcones de barrio popular, de clase media sin muchas perspectivas, balcones no de hotel cosmopolita y canalla con un letrero vertical de neón sino de pensión de medio pelo, una de esas pensiones hacia las que se subía por peldaños de madera gastada, por huecos de escalera en penumbra donde olía a humedad y a comida y donde había que orientarse deslizando la mano por la balaustrada. Con intuición poética fulminante Juan Muñoz incrusta una astilla tiznada en uno de sus pequeños balcones de los primeros tiempos y la convierte en una maja sombría, y de golpe toda su modernidad cobra la fuerza de una pintura negra de Goya.

Se pasaría uno el día entero yendo de una sala a otra de la Tate Modern, atrapado entre estas figuras herméticas que tienen los párpados cosidos o los ojos en blanco o que se inclinan hacia un espejo con un trozo de cartón cubriéndoles la cara como una máscara, torpe y gigante entre ese conciliábulo de chinos innumerables y parcialmente idénticos que se parecen en su multiplicación aterradora a los soldados de terracota de la tumba de aquel emperador megalómano. Hay que marcharse, pero en la luz húmeda de la tarde de Londres el hechizo continúa. Uno se pregunta cómo serán las esculturas de Juan Muñoz cuando la Tate Modern se quede vacía y se apaguen las luces, cuando no quede ni un solo intruso humano en esas estancias. -

La exposición Juan Muñoz: a retrospective está abierta en la Tate Modern de Londres hasta el próximo día 27. www.tate.org.uk.

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