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Reportaje:EN PORTADA | Perfil

El número uno

Herbert von Karajan nació en Salzburgo y comenzó su carrera en la Ópera de Viena. Quiso dominar la música a escala global. Lo consiguió. Fue una referencia absoluta durante décadas

Jesús Ruiz Mantilla

Hubo una palabra que acompañó a Herbert von Karajan (19081989) toda su vida. No fue música, como muchos podrían sospechar. Fue poder. El poder fue su obsesión hasta el final; la música, el camino y la excusa perfecta para conseguirlo.

No hay consenso posible sobre una figura como la suya. No hay acuerdo. Lo odias o lo veneras. Por eso, si un centenario puede servir para algo loable -se cumplen hoy, 5 de abril, 100 años de su nacimiento en Salzburgo (Austria)-, quizás en su caso sea para abordar con cierto equilibrio lo que este director representó en la historia de la música. Habrá que intentarlo colocándose en medio, alejados de sus hagiografías y prevenidos ante los ataques furibundos que ha desatado siempre, desde que su figura llegara a reinar en el universo de la dirección de orquesta como la del auténtico número uno.

Karajan y Furtwängler desarrollaron una despiadada carrera por la gloria en plena época nacionalsocialista
Harold C. Schonberg: "Su pensamiento corresponde al nuevo siglo. Es un ecléctico. El comienzo de una nueva era"
Fue el pilar sobre el que la industria del disco edificó su edad más dorada, arrastrando a todos a hacer lo mismo
Dijo, al ver el Laserdisc, que se le había puesto la carne de gallina. ¿Qué hubiese pronunciado al navegar por internet?
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Porque ése y no otro era el puesto con el que únicamente se conformó. La mejor manera de situar a quien todavía se las apaña, igual que lo hizo en vida, en crecer como un fenómeno con 300.000 discos de sus más de 1.000 grabaciones en Deutsche Grammophon -sin contar otras compañías- vendidos cada año. Fue el número uno para la industria, que, en sus comienzos balbucientes, consiguió dominar de manera apabullante hasta llegar a haber colocado -sólo de DG- más de 40 millones de copias en el mercado. Pero también fue el número uno en el canon de calidad que imperó tras la Segunda Guerra Mundial en todo el mundo, con sus dominios en dos orquestas fundamentales como la Filarmónica de Berlín y Viena o en otro centro neurálgico: la Ópera de la capital austriaca. Sin dejar de contar que reinó también en una corte como la del Festival de Salzburgo, un lugar que se encargó de dominar a capricho y casi como un monarca absoluto desde que tomó sus riendas en 1956.

Pero hasta escalar aquellas cumbres, tuvo un largo aprendizaje. Nacer en Salzburgo, la cuna de Mozart, indudablemente marca para la música. Que su padre médico fuese un clarinetista consumado y su hermano tocara el órgano empujaron al joven Herbert hacia el prestigioso Mozarteum, donde siguió la carrera de piano. Desde entonces, se empeñó obsesivamente en ser el único Karajan que conociera el mundo. Hasta el punto de demandar a su hermano mayor para que no utilizara su apellido -que tenía orígenes griegos, Karajannis- en una gira que iba a hacer por Estados Unidos, como cuenta el crítico británico Norman Lebrecht en El mito del maestro.

Pronto se dio cuenta de que en la música clásica el mundo colgaba del dibujo que pintaba en el aire cualquier batuta. Era la época en que Arturo Toscanini implantaba su ley y la escuela alemana adolecía de un poder indiscutido hasta entonces, incluso con la figura de Furtwängler en el centro del podio, un nombre contra el que no se arredró a la hora de competir. La época en la que los nazis no dominaban todavía Alemania... Los años veinte.

Empezó como miembro del equipo de dirección orquestal de la Ópera vienesa, sin protagonismos, pero su suerte cambió cuando fue invitado en Ulm a dirigir Las bodas de Fígaro. Allí se quedó para ir dando forma a lo que sería todo un estilo: el que implantaría un control total, dictatorial, sobre la orquesta, el teatro, el negocio. De allí, paso a paso, en 1934, saltó a Aquisgrán, ya con Hitler en el poder.

El cambio supuso la primera gran duda de su biografía. Los nazis habían establecido un control total sobre la cultura y no querían a nadie sin carné en puestos de responsabilidad. Dos tipos de gente se afiliaron. Los oportunistas sin ningún freno moral y los convencidos. ¿A cuál de los dos pertenecía Karajan? Nunca negó nada de su colaboración con quienes ostentaban el poder en aquella época. Pero ¿lo hizo por fuerza mayor o por convencimiento?

Dos datos contradictorios ahondan más en las sombras. El propio Karajan confiesa a Roger Vaughan en su biografía que lo hizo a raíz de su ingreso en Aquisgrán. Con pocos remilgos: "Delante tenía ese papel. Se alzaba entre mí y un poder ilimitado, con un presupuesto para la orquesta, tantos conciertos y giras como quisiera. Dije: '¡Al diablo!'. Y firmé. Tenía una secretaria, una oficina. Era el paraíso a cambio de, quizás, dar un concierto para ellos de vez en cuando".

Esta coartada le coloca entre los amorales. Más cuando lo enfatiza con declaraciones como ésta: "Hubiese cometido cualquier delito para conseguir mi puesto en Aquisgrán". Pero el hecho de que también hubiese constancia de una ficha anterior, que Karajan se hizo al parecer en Salzburgo en 1933, justo dos meses antes de que Hitler llegara al poder, le deja en el segundo grupo: el de los convencidos. Y si uno analiza su carrera, su forma de actuar, su implacable obsesión por la obediencia ciega de sus súbditos, queda ahí para siempre. Aunque en los últimos tiempos del régimen perdiera fuste por haberse casado con Annita Gütermann, una mujer rica de ascendencia judía, que le coloca en ese sector de los nazis con objeción de conciencia hacia la solución final, pero nazis al fin y al cabo.

En la despiadada carrera por el poder y la gloria que los músicos emprenden a veces, una de las más llamativas fue la que Karajan y Furtwängler desarrollaron en plena época nacionalsocialista. Estaba en juego la referencia de la tradición alemana. La corona del rey. Los nazis jugaron con ambos como malabaristas. El primero era joven y pujante. La prensa y la crítica no paraban de ensalzarle. Acechaba el trono de Berlín. El segundo, consagrado, resistió en el puesto de la Filarmónica hasta 1945 pese a que detestaba el régimen y había mostrado sus dudas con los gobernantes. Aun así, Karajan era el hombre de Göering y el otro, el de Goebbels. Aunque este último no escamoteaba elogios para los dos: un día declaraba que Furtwängler era "nuestro mejor director", pero poco después animaba a la promesa con aquella frase que tanto le perjudicó después: "Das wunder Karajan" ("la maravilla de Karajan").

La batalla se dirimió años después. Al terminar la guerra. Cuando Europa era un solar arrasado por las bombas donde edificar una nueva era. Tras la caída, Karajan se escondió en Italia y poco después fue a parar misteriosamente a Viena. No tenía facilidades. Estaba perseguido, concretamente bajo una orden de busca y captura, por haberse significado demasiado en el Tercer Reich, donde se le propuso como ejemplo de la supremacía aria. Furtwängler se movía también por allí entonces, hundido y casi mendigando poder volver a la dirección de la Filarmónica de Berlín. Pero como bien sabían Graham Greene, Orson Welles y Carol Reed, en la Viena de aquellos oscuros años siempre aparecía un tercer hombre. Se llamaba Walter Legge.

Buena parte de la decisión para designar a la estrella de la dirección del futuro estaba en las manos de este productor. Como todo era relativo también entonces, Karajan había conseguido un permiso excepcional para dirigir un concierto con la Filarmónica que impactó a los oficiales americanos presentes, pero sobre todo a Legge. Quiso conocerle y sin dudarlo le propuso algo que cambiaría su carrera y, en parte, la historia de la música clásica: grabar un disco. Legge sabía que los discos, en buena medida, transformarían el panorama tal y como estaba concebido. Que difundirían a escala global lo que hasta ese momento era patrimonio del disfrute de pocos. Cuando Karajan dijo que sí, al principio un tanto escéptico, Legge se encargó de los trámites para rehabilitarle, algo que Karajan tampoco pareció agradecer eternamente ya que más tarde, en 1963, cuando aquél acabó sin trabajo, el músico no movió un dedo por ayudarle. Franceses y estadounidenses se oponían, pero recurrió al mando británico y consiguió enviarlo a Londres, donde hizo 150 grabaciones. Se convirtió en la referencia absoluta del disco y todo lo demás vino rodado. Aquellas sesiones registradas, con la Philharmonia, orquesta de la EMI, compuesta por auténticos cracks de la profesión, impuso el estilo que sería referencia después en las salas de concierto, como bien explica Lebrecht.

En el nuevo panorama, no le costó alzarse como el nuevo emperador de la música. No sólo en el referente indiscutible de la escuela alemana, aquella que ensalza la esencia musical, que tiene una actitud casi metafísica ante el arte de los pentagramas, como sostiene el crítico norteamericano Harold C. Schonberg. La línea que los músicos de esa tradición toman tan en serio, "incluso a veces de manera arrogante", escribe Schonberg en Los grandes directores, una línea grande e ininterrumpida que arranca con Bach, pasa por Mahler o Strauss y llega hasta Karajan.

Éste la retoma, pero no se conforma con eso. Su intención era otra: dominar la música a escala global. Equiparar su oficio a su personalidad. Que de uno a otro confín del planeta, cuando alguien pidiera un ejemplo de director de orquesta dijera: Herbert von Karajan. Y hay un tiempo en que lo consigue. Representa el comienzo de una nueva época: "La ruptura con el siglo XIX. Es un cosmopolita interesado en formas distintas de las que representa la escuela austroalemana; su pensamiento corresponde al nuevo siglo. Es un ecléctico. El comienzo de una nueva era", sostiene Schonberg.

Una era en la que la tecnología y el marketing se presentaban ante todos como las herramientas a dominar. Un nuevo contexto en el que todo se movía mucho más rápido y a su gusto. Él mismo cambió el ritmo de las cosas. Colocó las cartas a su capricho, incluidos el tiempo y el espacio, que fueron adaptándose a sus biorritmos. Porque Karajan no sólo ocupaba su vida en ensayos, conciertos y gestiones. También se hizo famoso por ser un loco de la velocidad. Una de esas personas que no se conforman con vivir una vez. Dicen que fue uno de los mejores esquiadores de Europa. Pilotaba su propio jet y si se montaba en un coche, a fe que corría. Tampoco despreciaba el lujo, la buena vida y las aventuras con las mujeres, aunque muchos llegaron a calificarlo como un ser asexuado.

La única erótica que realmente le excitaba seguía siendo la del poder. Y no lo ocultaba. Todo el mundo debía de plegarse a sus mandatos. A la ley de quien dijo poco antes de llegar al trono de Salzburgo: "Seré un dictador". En las discográficas también lo vieron así. Un ejecutivo le confesó a Lebrecht: "Era Hitler". Una apreciación que Norman Lebrecht desarrolla asegurando que todo lo que había aprendido de su etapa junto a los nazis lo puso en práctica después a lo largo de toda su carrera.

Ganaba con comodidad sus batallas y le gustaba avivar la llama de los celos entre las dos orquestas que dominó. En Berlín permaneció desde 1954 hasta su muerte, en 1989, como vitalicio. Al él le gustaba contar que cuando murió Furtwängler, los músicos de la orquesta le recibieron con una frase más que simbólica: "El rey ha muerto. ¡Viva el rey!". Pero tuvo sus más y sus menos, sobre todo al final, hacia 1982, a partir de que los maestros de la orquesta se negaran a aceptar una de sus propuestas: hacer ingresar como clarinetista a Sabine Meyer, la primera mujer que entraría en la formación. La batalla le hizo engañarles a menudo con los vieneses y tirarles algunas puyas: "Si pido a los de Berlín que se adelanten, lo hacen. Si se lo pido a los de Viena, lo hacen pero después preguntan por qué".

Cabe preguntarse cómo un hombre tan dado al exceso del poder, que también acabó su etapa en Salzburgo con la sombra de la corrupción acechando su trono, no sufrió un supuesto tiranicidio en vida. Una de las razones fue el respeto hacia su forma de hacer música. Sus ensayos pulcros, intensos y numerosos han sido siempre elogiados y reconocidos por intérpretes como Anne-Sophie Mutter, a la que él descubrió y apadrinó como joven talento desde que la violinista tenía 13 años. Creó un estilo, un sonido, aunque si bien es cierto que éste comenzó con un brío y una energía que arrebataban a cualquiera, poco a poco fue acomodándose a un estándar que muchos han criticado después por su blandenguería.

Fue el pilar sobre el que la industria del disco edificó su edad más dorada, arrastrando a todos a hacer lo mismo. Marcando la pauta. Conoció y desarrolló hasta sus últimas consecuencias la pujante fuerza de ese invento, grabó cientos y cientos de registros con las grandes orquestas. Se adaptó a lo que llegaba y transformó todo al CD, al sonido digital y a otra tecnología como la del Laserdisc, paso anterior al DVD, para la que también realizó grabaciones. Fue testigo de cómo por él, por su legado, las multinacionales emprendían batallas encarnizadas, algo que con la inmensa avalancha de novedades y reediciones que se preparan ahora para su centenario, se entiende.

Dijo, al ver el Laserdisc, que se le había puesto la carne de gallina. Cabe preguntarse qué hubiese pronunciado al navegar por internet, qué hubiese inventado para esta nueva era de la música en el ciberespacio. Pero probablemente ande por ahí suelto todavía, moviendo algunos hilos, dando por buenas sus creencias budistas, con las que siempre coqueteó, aunque su religión fuese la católica. Si nos atenemos a lo que le confesó a Roger Vaughan para su biografía, cuando éste le preguntó qué sentía ante la muerte, es difícil sorprenderse ante la posibilidad de que se reencarnara: "Me gusta lo que Goethe pensaba. Que con todo lo que hay que pensar, que hacer y que meditar, si mi cuerpo se niega a seguirme, entonces la naturaleza debe proporcionarme otro. Debe darme otro. Sin dudarlo".

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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