_
_
_
_
_
Crítica:ARTE | Exposiciones
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La herida del tiempo

Dos esqueletos de translúcida osamenta, tan sólo ornados por unas flotantes crines rojas de circulación extracorpórea, emprenden, abrazados, un macabro vals al ritmo pautado por el aria da capo de las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach. He aquí, por así decirlo, el escaparate de bienvenida de esta exposición de Javier Pérez (Bilbao, 1968), para mí uno de los artistas actuales más fascinantes y que justo ahora está cruzando ese cabo existencial y artísticamente decisivo de los 40 años. Aunque hayan transcurrido cuatro años, no creo que quienes vieron su instalación en el Palacio de Cristal del Retiro en 2004 no la recuerden, ni que les pasara desapercibida, en 2001, su monumental lámpara en el pabellón español de la 49 Bienal de Venecia, por citar un par de ejemplos de su fértil trayectoria. Pero la aventura artística no deja de crecer en todas las direcciones siempre que no pierda el rumbo concertante de extralimitarse por el espacio para así ahondar mejor en la palpitante realidad. En este sentido, la alada danza de estos dos esqueletos cristalinos abraza una vieja historia mortal, donde sucesivamente se nos cruzan, entre otros, Cranach, James Ensor, José Guadalupe Posada o José Gutiérrez Solana, pero para llevar a nuestro regazo el memorial del tiempo, ese implacable pasar, de rastro musical. La pieza, sí, es de una belleza aterradora, como tiene que serlo todo retablo existencial.

Javier Pérez

Aria da capo

Galería Salvador Díaz

Sánchez Bustillo, 7. Madrid

Hasta el 5 de mayo

El sentido musical de Javier Pérez es cristalino, como una resonancia de campanas en clave aguda, pero sin estridencias. Transmite latidos sonoros conminatorios con esa maestà, profunda y solemne, de Duccio o precisamente de Bach. Enseguida lo comprendemos, nada más adentrarnos en el formidable escenario operístico de su exposición actual, donde cada una de sus piezas se integra en ese romántico sueño moderno que es la obra de arte total. De esta manera, el problema no es la versatilidad de soportes utilizados -dibujo, escultura, fotografía, vídeo o performance-, ni el sofisticado y prolijo entramado de materiales que los articulan y visualizan, desde la resina de poliéster, el polvo de mármol o de carbón, las campanas de vidrio soplado, etcétera, hasta la tinta china sobre papel de pergamino, sino la implacable dramatización que anima el hermoso destino trágico de lo orgánico. Cada una de las obras es una reflexión elegiaca que tensa todos nuestros sentidos corporales hasta esa sutil frontera donde brota la herida luminosa del tiempo.

Al margen de cualquier discurso moralizante al uso, no creo que haya que explicarle a nadie qué es lo que Javier Pérez nos quiere contar. Si trata del tiempo, trata de la vida, que es la muerte. La metamorfosis. La fragua. La unidad de lo diverso. El desdoblamiento de lo único. El errar de lo minúsculo. El indeclinable avanzar hasta el origen. El río subterráneo de la sangre. El anudamiento sonoro de las esferas y de los engranajes. La ciega dilatación del vientre cósmico... Javier Pérez nos recibe y nos abraza en esta asombrosa cueva donde habita la luz. Ninguna de sus imágenes deja de estremecernos. Le basta una línea de 60 ovoides para desarrollar un tratado de fisiognomía, que es instantánea expresión y polvo. Le basta un piano de cola, cuyo teclado está intercalado con cuchillas, para mostrar lo peligrosamente cortante que es hacer arte. Una radiografía de una columna vertebral para visualizar el armazón del movimiento. Un dibujo vertical para enlazar las ramas con las raíces. Una fotografía para desvelar la íntima proximidad de un hombre blanco y un caballo negro. Un concierto de campanas para lamentar la fuga del tiempo. Una impresión digital sobre papel metalizado para resaltar el alambre rojo que gotea en las comisuras de la carne satinada. Un rembrandtiano animal desventrado para abrirnos hasta las entrañas de la tierra. Al final de este emocionante recorrido, nos percatamos que salimos por donde entramos: desde y hacia la luz, pero no sin dejar a nuestra espalda como un rastro de hojas secas, ese hermoso brocado, siempre recomenzado, que hila el tiempo. Esta exposición discurre: es, así, pues, un acontecimiento. -

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_