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Columna
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Un libro gordo para Urgencias

En cuanto aterrizas en La Habana, alguien te cuenta el chiste del cubano que tiene hambre, vive en una casa medio en ruinas y al oír a un burócrata del Régimen recalcar lo extraordinarios que son el sistema educativo y la sanidad de su país, exclama: "Ya, ya, compañero, pero ¿y qué pasa cuando no estás ni enfermo ni en la escuela?". Pues aquí parece que lo que ocurre últimamente es justo lo contrario: vives en Madrid y todo va bastante bien, excepto si estás en un hospital o en el colegio, porque en esos casos, que Dios te pille confesado, siempre y cuando los rumores sean ciertos y Dios exista aunque no sea mucho, como sugiere el último premio Cervantes, Juan Gelman, en su libro Mundar: "Caen estrellas y está triste / Dios, que existe poquito".

En el Madrid de Esperanza Aguirre se dice que la sanidad funciona como un reloj y que no existen las listas de espera ni las Urgencias llenas de camillas amontonadas en las que antes de que te vea un doctor a los pacientes más afortunados les crece la barba y a los otros les da tiempo a que se les casen los nietos, se vayan de luna de miel a Palma de Mallorca y a la vuelta les traigan de regalo una ensaimada que todavía se van a tener que comer en el pasillo. Se pueden reír todo lo que quieran, pero fíjense en esa mujer con graves antecedentes cardiacos que el lunes se mareó mientras caminaba por la calle México, en Coslada, fue llevada al hospital del Henares en ambulancia y cuatro horas después aún no le habían puesto oxígeno, ni dado medicación alguna, ni comida. Si lo llega a saber, le dice a la ambulancia que la lleve al aeropuerto y se va al México de verdad, donde seguro que la habían atendido antes y, una vez curada, podría haber disfrutado de una margarita y unos nachos con guacamole en una terraza de la calle Garibaldi, en lugar del característico menú de las salas de espera, compuesto de agua mineral congelada, café con sabor a carbón y un sándwich de máquina, de esos que, por algún extraño motivo, al final siempre terminan siendo de cangrejo con salsa rosa, como si con todo lo demás no bastara y uno no se sintiera suficientemente desgraciado con una aguja del tamaño de Badajoz clavada en la mano y sentado en una silla de ruedas o, aún peor, en una de esas sillas de plástico naranja que, sin duda, fueron inventadas por la Gestapo. Y, con todo, lo peor es el sándwich, así que imagínenselo.

Claro, la gente se cansa y ocurre lo que acaba de pasar en ese mismo hospital del Henares, en el que los pacientes se amotinaron contra los médicos, como si en lugar de en un sanatorio estuviesen en el barco del malvado capitán Bligh, el de la película Rebelión a bordo. La cosa no debió ser muy agradable, por lo que cuenta Juan Urbano, nuestro filósofo vocacional de cada jueves, que estaba allí a causa de una pequeña lesión gástrica producida al intentar escuchar la Cope sin ponerse el casco. El enfermo que menos tiempo tuvo que esperar para que lo reconocieran estuvo tres horas aguardando y los que más, ocho. Menos mal que él ya se lo sabía de otras veces y nunca iba a un centro de salud de Madrid sin un libro de menos de quinientas páginas, aunque hay quien jura haberse leído Los hermanos Karamazov dos veces, mientras esperaba a que le hicieran una radiografía, la segunda de ellas en la versión original en ruso.

El caso es que uno va a que lo miren y además de la paciencia pierde los nervios y con ellos los buenos modales, cosa que le encantará a la presidenta de la Comunidad, que es la enemiga pública número uno de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, hasta el punto de que se dedica a sabotearla con actos de kale borroka oficial como el de vetar los cursos que se intentan dar sobre esa materia, como acaba de hacer en El Escorial. "Nada de eso, ni educación ni ciudadanía: a mí denme fe y devotos, que son más fáciles de mantener en el corral", pensó Juan Urbano que diría la presidenta, para después replicarle, como si estuviese discutiendo con ella: "Qué va, lo que tú quieres no son ni ciudadanos ni fieles, sino sólo clientes de pago, porque de eso se trata, de socavar la sanidad y la educación públicas y seguir arrancándole billetes de 500 al árbol del dinero, a base de privatizar hasta el aire que respiramos, que al paso que vamos acabará vendiéndose refinado y en lata, dada la polución que tiene la ciudad". Y con esa frase, dio por concluida su indignación y se fue a casa: seguro que, en alguna parte, le quedaba una aspirina.

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