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Columna
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Pura y sagrada

Rosa Montero

La noticia de la muerte de Isabel Polanco me llega mientras estoy lejos de España, y la distancia resalta el hueco de su ausencia, negro sobre negro, la oscuridad final. El fallecimiento de alguien cercano parece removernos las paredes del mundo, como si de repente comprendiéramos que vivimos en un teatro y que lo que creíamos perdurabilidad y certidumbre no es más que un endeble decorado. Sobre todo si se trata de una muerte a destiempo, más inadmisible y más estúpida de lo que la muerte siempre es. Rememoro a Isabel, guapa, fuerte y vital, siempre tan entera y tan valiente, y me parece mentira que la enfermedad haya conseguido por fin doblegarla. Era una mujer dotada de una luz especial, del cálido resplandor que despide un poderoso motor al rojo vivo. Imposible imaginar ese fulgor apagado.

Pienso en todas las personas que ahora mismo estarán llorando la desaparición de un ser querido. En Madrid, en España, en el mundo. Todos los humanos tenemos que pasar por ese duelo, todos tenemos que aprender a convivir con el vacío irrellenable de los que se han ido. La muerte, siempre ilógica (no nos cabe en la cabeza), a veces resulta obscena en su crueldad. ¿Por qué tienen que fallecer los niños, los jóvenes? ¿Y por qué alguien tiene que librar un feroz combate contra la enfermedad para al final sucumbir? En su bello libro La sombra de Naipaul, el escritor Paul Theroux reproduce la frase que un día le dijo una mujer de 97 años: "La pena es pura y sagrada". Cuánto dolor y cuántas muertes habría tenido que superar la anciana hasta alcanzar esa sólida nuez de sabiduría. Pienso en Isabel Polanco, en su lucidez y su honestidad, en su ausencia de gazmoñería, incluso en su alegría pese a la dureza del combate, y sé que fue una espléndida guerrera, y que la vida es eso, y que la pena, en efecto, es sagrada y es pura.

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