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Reportaje:

La maldición de La Pirámide

El parque de Pradolongo suma cinco muertos en otros tantos años

Nora Felisa Rojas Huarachi, de 47 años, amaneció el pasado lunes junto a media docena de latas de cerveza y dos móviles. Tenía la cara desfigurada por los golpes y la ropa interior enroscada en los tobillos. La tripa emergía sobre el pequeño cerro de La Pirámide, un montículo coronado por un circo de arena del parque Pradolongo, en Usera. Estaba muerta. Asfixiada, según la autopsia. Unos metros por debajo de su silueta desmadejada se alzaban las ramas de un almendro. Las hojas colgaban sobre un cartel. Prunus dulcis, pone.

Han pasado cinco días. El parque está casi vacío. El cuerpo de Nora viaja repatriado hasta Bolivia. Es el quinto cadáver que se descubre alrededor de los límites del jardín de Pradolongo, la mayoría en los alrededores de esa zona llamada La Pirámide, en algo más de cinco años. Cuatro de ellos, asesinados sin duda. El quinto fue la silueta flotante sobre un lago artificial de una anciana ahogada. No se supo cómo. Los vecinos hablan de otra mujer arrastrada por el estanque. La policía no lo recuerda.

"Traen los cadáveres al parque porque está mal iluminado", dice un agente
Christian, sin dientes delanteros, se queja de que hay "una cacería policial"

El Ayuntamiento reconoce que el lugar tiene "un problema". Los habitantes de la zona tienen, directamente, miedo. La policía concede que el lugar les gusta a las bandas criminales y lo achaca a su "situación entre carreteras" y a la "poca iluminación". El jardín limita con el hospital 12 de Octubre, con la avenida de Andalucía, con la avenida de los Poblados y con la calle de Rafaela Ibarra por cada uno de los cuatro lados que forman el rectángulo verde.

Los asesinatos son esporádicos, pero la inseguridad es casi cotidiana, según fuentes policiales. Además, son frecuentes las "agresiones sexuales", según alguno de los agentes de la cercana -está casi dentro del parque- comisaría del distrito. Aunque prefieren no cuantificar los asaltos. Los robos son usuales. Las discusiones y las peleas, también. El botellón colectivo, cada fin de semana. Las fogatas y los envases vacíos, el paisaje de primeras horas de la mañana. Las pintadas, los asaltos vandálicos a su jardín botánico o la ocupación transitoria de una iglesia abandonada que aguarda desde hace lustros, con su gallo mostrando el poniente sobre la cúpula, a ser restaurada...

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"Casi todos los días pasan cosas raras, o curiosas", enumera Juan, limpiador de los jardines desde hace ya tres años. Juan es misterioso, no quiere explayarse, pero no duda al decir que "habiendo el tipo de gente que anda por la zona de noche no sorprende tanto que pasen cosas". Cosas...

Pero Pradolongo no siempre fue así. Al menos, no mientras era una idea de sus vecinos. En 1979, el Ayuntamiento aceptó convertir una zona de tierra quemada, vertedero ilegal y terreno baldío tomado por la delincuencia en un parque ideado por los habitantes de la zona. Enrique Tierno Galván, alcalde entonces, lo inauguró en 1983. Un trozo de piedra rectangular a la entrada lo recuerda: "En homenaje al movimiento ciudadano".

Christian, a algo más de 100 metros de la placa conmemorativa, surge de debajo de un puente. Le faltan los dos dientes delanteros y tiene toda la cara cubierta por cicatrices. Lleva una gorra de béisbol y aparenta unos 25 años. Agarra el brazo de su interlocutor para no dejarle marchar mientras algunos de sus amigos merodean dando vueltas alrededor. Tiene quejas: "Esto es una cacería policial", dice. "Piden papeles a todas horas y nos meten en la cárcel y nos sueltan", recita de un tirón. Los vecinos, en voz casi colectiva de Paco, Bibiano, Jerónimo o Vicente, dicen que "nadie en su sano juicio entraría allí de noche". El Ayuntamiento tiene tachado en mayúsculas el nombre de Pradolongo entre los problemas sin resolver. Hace dos años decidió vallarlo y estudió dejarlo cerrado por las noches. Desistió por la presión vecinal.

"Es un asunto que debe afrontar la policía nacional. Es un problema de seguridad ciudadana y los agentes municipales ni siquiera pueden ayudar porque se enfadan con ellos", susurran fuentes del Ayuntamiento, sin desmentir que se ha ganado el título de parque más conflictivo de la capital. Este periódico trató de obtener la versión del Cuerpo Nacional de Policía sin éxito.

Bibiano García disiente. Residente en el cercano barrio de La Cornisa, dice que los policías "¡se tocan los cojones!" y ruega repetidamente que se reproduzca literalmente su opinión. Bibiano, junto a varios amigos y una sonriente anciana, lamentan que los "extranjeros se han hecho los amos del parque". Y aseguran que "son los que controlan los campos de fútbol y no dejan jugar a nadie". En los campos de fútbol, escenario de dos de los asesinatos, no hay nadie jugando el jueves por la tarde.

Pero si los vecinos se lamentan, las bandas de delincuentes organizados lo encuentran todo muy adecuado para sus actividades. "Llevan allí a los cadáveres de los que apiolan porque es una zona muy poco iluminada y tapada por setos", confía un policía que conoce al dedillo el lugar. Pero el historial de asesinatos le desmiente. Allí, junto a unos campos de fútbol de arena, apareció recostado en un banco en julio de 2002 el narcotraficante Edwin Trujillo Mena. No se movía. Llevaba 24 horas muerto. Tenía un agujero limpio y solitario en la sien. Le habían disparado en ese mismo lugar, al concluir un partidillo. A pocos metros de allí y hace menos de seis meses, un hombre de 27 años sufrió una lluvia de cinco disparos, según los agentes. Caminó hasta la gasolinera cercana y luego se desplomó.

El tráfico de armas y la venta de objetos robados también han sido una actividad usual en la zona, según informes policiales.

Pero la violencia no es exclusiva de los grupos organizados. En mayo de 2004, una chica de 17 años fue degollada con un cuchillo jamonero de 35 centímetros de longitud. La mató un drogadicto para robarle, aunque dice que "no se acuerda de por qué". La acuchilló. Después, se le olvidó llevarse cualquier objeto de la adolescente. Su bolso estaba intacto. El cadáver reposaba boca arriba. Cerca, un cartel señala un álamo blanco. Populus bolteanu, pone. Cuatro años y cuatro muertos después.

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